San
Pedro - 29 de junio
Su fiesta se celebra el 29 de junio junto a San Pablo.
Llegó a Roma en el año 42 y murió
martir en el año 67.
El buen Simón de Betsaida, bronco y tierno como una
ola del mar de su patria, fogoso y sencillo como un mílite de las legiones
romanas, es una de las figuras más humanas y mas encantadoras que desfilaron
por la órbita divina del Evangelio de Jesús de Nazaret. Con su barca y sus
llaves, con sus dichos y sus hechos, con sus pecados y sus lágrimas, la
personalidad histórica de San Pedro encuadra a todo el apostolado de los Doce y
atrae por su fe ardiente y por su cálido humanismo la simpatía y el amor de
todas las generaciones cristianas.
Ignoramos el año exacto del nacimiento
de San Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina
y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con
su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el
de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su primer encuentro con este
pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas, que significa "Pedro" o
“piedra".
El evangelista San Juan nos narra el primer encuentro
de Jesús con San Pedro con la santa simplicidad de estas palabras: “Andrés
halla primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Llevóle a
Jesús. Poniendo en él los ojos, dijo Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú
te llamarás Cefas" (lo. 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro de Betsaida
esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir
nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el
vaticinio de Jesús de Nazaret.
A pesar del laconismo biográfico del Evangelio, en sus
páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y
cabal de la fisonomía moral del apóstol San Pedro. Vehemente y francote por
temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi
infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones
psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un
gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan
entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia
de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones
cristianas.
Al primer llamamiento vocacional de Jesús el
corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo
que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con
la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en
la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un
acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de
"pescador de hombres" (Lc. 5, 11), para ser la piedra fundamental de
la Iglesia (Mt. 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda la
cristiandad (lo. 21,15-17). Para ser el predilecto entre los tres apóstoles
predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia
especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc.
22,31).
Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de
Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la
Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral,
junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al
conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella
promesa fue el premio a la fe de San Pedro, y su cumplimiento fue realizado
ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los
pastores.
La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida
toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de
Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso
anunciador de la institución de la Eucaristía, en el lavatorio de los pies de
los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los
Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de
sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de
Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para
llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo
vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.
Amor que fue siempre correspondido, y con
predilección, por Jesucristo, como se transparenta
—entre otras ocasiones— en el encargo expreso que las piadosas mujeres
recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a
sus discípulos y a Pedro... (Mc. 16,7).” A Pedro, concreta, particular y
principalmente: Tal vez el pobre San Pedro seguiría llorando amargamente su
triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos
el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de
Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía,
no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía
amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la
Iglesia católica.
Frente a los prejuicios sectarios y a las
interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y
maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos
del Evangelio y la actuación primacial de San Pedro en la vida interna y
externa de la Iglesia. Los pasajes del capítulo 16 del evangelio de San Mateo y
del capítulo 21 del evangelio de San Juan son tan claros que, ante su claridad
solar, algunos debeladores del primado de San Pedro no tienen otra salida que
el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad
con su sentido actuó siempre San Pedro, y todos los cristianos vieron en
esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y
simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo
pescador de Betsaida.
Efectivamente, fue San Pedro quien anatematiza al
primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en
orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al
centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la
Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección
del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día
augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la
multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es
consultado y obedecido por San Pablo,
quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el
primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con
sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra
horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz.
Esta posición y esta influencia de San Pedro dentro
y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de
su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes
degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del
Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la
naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en San Pedro.
La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al
decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió
adelante prendiendo también a Pedro" (Act. 12,3). Esta narración bíblica
del prendimiento y liberación de San Pedro por un ángel, horas antes de la
ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas
más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la
literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda
y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula.
Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El
libro de los Hechos de los Apóstoles, después de la escena encantadora y
realísima ocurrida en “la casa de María, la madre de Juan, apellidado
Marcos", añade: "Y, partiendo de allí, se fue a otro lugar"
(12,17). ¿Cuál es este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de
San Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía?
Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que
a San Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición
afirma que San Pedro fue el primer obispo de Antioquía; que la Iglesia
admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de
la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica,
nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro.
¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de
Jerusalén cuando Pedro fue por primera vez a Antioquía? ¿Había ido
anteriormente, hacia el año 36 o 37, después de la muerte del protomártir San
Esteban, a fundar la primera cristiandad antioqueña? Tampoco podemos contestar
con certeza a estas preguntas.
Más importancia teológica e histórica
presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en
su Epístola a los gálatas (2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una
parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas
que en la nueva religión cristiana, y, por otra parte, los judíos cristianos de
Jerusalén —especialmente los de procedencia farisea— abrigaban la ilusión de
esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano
de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos
defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de
Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia
total de la Ley de Moisés.
El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito.
Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los
ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez
nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención
por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista
una religión de raza.
El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión
había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el concilio de Jerusalén, al
definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley
mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de San Pedro.
Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las
comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la Ley de
Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la
cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su
planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando
serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y
universalidad de la Iglesia.
El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo
fue originado por las condescendencias del gran corazón de San Pedro en el
terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios
doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de
términos medios, y en la condescendencia del corazón de San Pedro vio
"una simulación" —así la califica— que en el orden de las conductas
podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de
la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles,
como en el templo de Jerusalén.
San Pablo no transigía ante estas condescendencias
rituales de San Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las
flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión
ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a
los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus
ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la
gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.
La fantasía novelera de la Escuela de Tubincia se
atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de
una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma
crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y
Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y
un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo
los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo
credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte,
emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos
de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa
Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta
del Vaticano,
Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta
en combatir la institución misma del Primado, mayores aún son sus ataques
contra el hecho histórico-dogmático del Primado de Pedro y de sus sucesores
en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos
históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la
institución del Primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de
Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso
evolutivo histórico.
Ni el Evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí
están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con
el Primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de
desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La
indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para
ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni
han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Dos mil años de
historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo
Dios (Mt. 16,18).
La estancia de San Pedro en Roma, su pontificado
romano y su martirio en la Ciudad Eterna son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe.
El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el
nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La
fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de San Pedro son
hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en
tiempos de Nerón.
¿Fue San Pedro el primer sembrador de la semilla
evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en
Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de
los Apóstoles (2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de San
Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la
persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer
núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastevere?
Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.
El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que
fue su primer obispo. Desde Roma escribió su primera carta a los fieles del
Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (5,13),
nombre simbólico universalmente interpretado por Roma, la ciudad pagana
sucesora o representante de la antigua Babilonia. Los testimonios de Clemente Romano,
tercer sucesor de San Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de
Antioquía en su epístola dirigida a los romanos; de San Ireneo,
en su tratado Contra todas las herejías, y recientemente las últimas
excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta
la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su
jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.
Roma y San Pedro son dos términos plenos de grandeza
histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de
todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano
de San Pedro duró veinticinco años: "Annos Petri non videbis".
Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la
primera llegada de San Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio
hacia el año 67. En efecto, el martirio de San Pedro ocurrió entre estas
dos fechas extremas: entre el año 64, fecha del gran incendio de Roma, y el año
68, fecha de la muerte de Nerón. San Juan en su evangelio nos legó estas
palabras de Jesucristo a San Pedro: "En verdad, en verdad te digo: Cuando
eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas
envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no
quieras" (21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.
En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran
parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón —según
escribe Tácito en sus Anales— cantaba en su teatro privado su poema acerca de
la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase
su nombre.
Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de
que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón
acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de
Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de
sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de
Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del
Quo vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla
romana del Quo vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a San Pedro,
cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al
Maestro: "Señor, ¿adónde vas?" y el Señor le responde: "A
Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación
y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su
martirio.
Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El
peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre
cárcel Mamertina, donde fue preso San Pedro, y donde convirtió y
bautizó a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires de la
fe cristiana,
Poco tiempo después el gran apóstol San Pedro moría
clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad
con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de
su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco
de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica
Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.
La tumba del gran apóstol San Pedro se yergue bajo la
bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar
de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a
semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia
Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de San Pedro: "Tú
eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".
La Iglesia celebra con los máximos honores de su
liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los Príncipes de los Apóstoles,
Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las
generaciones cristianas.
Pedro Cantero Cuadrado
(primeroscristianos.com)