Día 1 Solemnidad
Celebramos hoy una gran solemnidad de la Virgen; una
fiesta en la que reconocemos expresamente el profundo misterio de las bondades
de Dios con los hombres. Celebramos la Maternidad de María, siendo virgen, y
por eso nos referimos a un misterio. Misterio, más grandioso aún, por ser una
criatura Madre del Creador.
Agradezcamos
a Dios Nuestro Señor que haya querido hacernos conocedores de su omnipotencia y
de verdades que están tan por encima de nuestra inteligencia. No sólo
inalcanzables para nuestra personal capacidad, que fácilmente reconocemos
limitada, sino absolutamente inabarcables para cualquier inteligencia humana.
La fe, que supone confianza en Dios que revela y es efecto de la Gracia
santificante, es un don divino que nos hace partícipes de algunas verdades de
la vida que Dios ha querido para los hombres. Nos referimos a una vida en Él
que, siendo divina, únicamente podemos conocer por revelación del mismo Dios.
El
Verbo, la segunda persona de la Trinidad, se hizo carne, según nos anuncia san
Juan nada más comenzar su Evangelio y como proclamamos en el rezo del Angelus;
y naciendo de María, siempre Virgen, vivió como hombre entre los hombres –Jesús
de Nazaret–, para que pudiéramos vivir su misma vida divina, que nos entregaba
muriendo en la Cruz. Y junto a su Cruz estaban María, su Madre, y Juan, el
discípulo amado.
Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba,
que estaba allí, le dijo a su Madre:
—Mujer, aquí tienes a tu hijo.
Después le dice al discípulo:
—Aquí tienes a tu
madre.
Jesús,
a punto de consumar ya la obra de nuestra Redención, como verdadero hijo de
María, encomienda a su Madre que tome como hijo al discípulo, y a Juan que tome
como Madre a María. También ante la inminencia de su muerte, Jesús, el Hijo de
Dios hecho hombre, manifiesta que es hijo de una mujer, María.
Así lo
habían visto los pastores, como hemos meditado en los días pasados, que fueron
a Belén siguiendo la sugerencia angélica: vinieron
presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre.
Los pastores contemplaron sencillamente a un niño recién nacido, junto a sus
padres que lo cuidaban en circunstancias de extrema pobreza. San Lucas explica
poco antes que, en aquellos días, siguiendo la orden de la autoridad civil, todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José,
como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea,
a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su
esposa, que estaba encinta. Y, como no había lugar para ellos en el
aposento, acabarían refugiándose en un lugar para animales. Y, comenta el
evangelista, en esas circunstancias, le llegó a María el momento de dar a luz a
su Hijo y lo envolvió en pañales y lo recostó en un
pesebre.
La
Maternidad divina de María se nos presenta como un acontecimiento admirable en
su profundo misterio. Deberíamos cerrar los ojos y trasladarnos a ese ambiente,
a ese lugar de la Tierra en el que Dios quiso nacer de una mujer, después de que fuera concebido en el seno materno y de
haberse desarrollado corporalmente durante nueve meses en el vientre de María.
No dejemos de contemplar nunca, con agradecida sorpresa, la máxima intimidad de
Dios –en María– con su criatura humana.
Demos
gracias a nuestro Dios, que nos ha amado asumiendo nuestra humanidad y
haciéndose –menos en el pecado– en todo semejante a los hombres, para que
podamos los hombres, por su Gracia, hacernos semejantes a Él. Contemplar a
María en su Maternidad divina; honrarla, sobre toda la Creación, por haber sido
elegida por Dios y haberle Ella correspondido con su entrega generosa; y
considerar el inmenso don que nos hizo Jesús desde la Cruz, haciéndola también
Madre de los hombres; nos sitúa frente a otro misterio: el de la inapreciable
grandeza y dignidad humanas; inmerecido don de Dios, que nos hace sus hijos por
adopción y que llega al hombre por María, Madre de Dios y Madre nuestra. Regalo
de Dios, que no podremos ponderar justamente ni agradeceremos bastante. Nos
basta pensar, como consideraba san Josemaría, que es Madre nuestra la mejor de
todas las mujeres, la criatura más próxima a Dios:
Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que
escoger a su Madre.
¿Tú, qué habrías hecho, si hubieras
tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos,
llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. Por tanto, después de la
Santísima Trinidad, está María.
—Los teólogos establecen un razonamiento lógico de ese
cúmulo de gracias, de ese no poder estar sujeta a satanás: convenía, Dios lo
podía hacer, luego lo hizo. Es la gran prueba. La prueba más clara de que Dios
rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es:
¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!
Y nos
invita a quererla.
(Eldomingo)
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