sábado, 28 de agosto de 2010

AMANHÃ É DOMINO DIA DO SENHOR

Día 29 - XXII Domingo del Tiempo Ordinario






La vanidad y el orgullo


Evangelio: Lc 14, 1.7-14

Un sábado, entró él a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando.
 Les proponía a los invitados una parábola, al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos:
 —Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: «Cédele el sitio a éste», y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
 Decía también al que le había invitado:
 —Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte. Se te recompensará en la resurrección de los justos.

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Nuestro Señor ejemplifica de modo muy gráfico, en el pasaje de san Lucas que nos presenta para hoy la Liturgia de la Iglesia, las tristes actitudes de aquellos que consideran decisivo estar sobre los demás, ser famosos, recibir un reconocimiento notorio por lo que son: por lo que valen, por lo que saben, por lo que pueden, por sus éxitos, etc. En la práctica, consideran más importante la opinión de los demás que la suya propia, en la que no suelen ahondar, no vayan a sufrir un desengaño. Les basta, de hecho, con tener la impresión de ser grandes ante los demás. Su verdadera categoría, lo que podríamos llamar, su peso específico, les trae en realidad sin cuidado.

Queramos aprender, todavía un poco mejor, la lección de Nuestro Maestro. Posiblemente tendremos que esmerarnos de por vida en la Escuela Divina, de modo particular cuando se enseña la lección de la humildad. Pues se suele reconocer, entre los buenos directores de almas y entre quienes se afanan por los santidad según Jesucristo, que la soberbia –pecado que se opone a la humildad– muere, por así decir, una hora después de fallecida la persona. Por eso, no nos ha de importar la meditación repetida sobre la necesidad de ser humildes, que es tanto como ser sinceros con nosotros mismos y en la vida. La primera conclusión de nuestra reflexión en la presencia de Dios, tal vez podría ser, en este caso, que debemos súplicar de continuo a Dios, por la intercesión de Nuestra Madre del Cielo –Maestra de humildad–, que nos conceda esta virtud. La humildad es condición imprescindible en el cristiano, pues sin ella no pueden fructificar de ninguna manera las Gracias que Dios nos concede para ser santos.

Convencidos de la importancia de la virtud de la humildad, que con tanta insistencia predicó Nuestro Señor –así como criticó frecuentemente el orgullo–, pondremos especial interés en examinar la conciencia buscando manifestaciones interiores, y también externas, que nos pongan más de manifiesto el apego a nosotros mismos. El amor propio es inútil e ineficaz de suyo, pues solamente poniendo a Dios como objetivo de nuestro amor, nos podemos enriquecer en consonancia con nuestra dignidad de personas. Por el contrario, si nuestro interés termina en algo sólo humano –como el propio yo– nos autocondenamos a la insatisfacción.

La parábola que hoy recordamos mantiene su actualidad. En efecto, Dios, que nos ha invitado al "banquete" de la vida –de unos años sobre la tierra– vendrá, como aquel que invitó a unos y a otros al banquete de bodas. Ante sus ojos, y ante los de cada uno, quedará patente si estamos donde nos corresponde. Lo importante es que estemos allí, en nuestro sitio; que permanezcamos en la fiesta de los hijos de Dios, aguardando con ilusión la llegada de Quien graciosamente nos ha invitado a todos. Es decivo para ello que en esta espera de la vida procuremos lo mejor para los que nos rodean, incluso a costa del prestigio, de la admiración, del dinero, de la comodidad, de la consideración social... ¡No apetezcamos los primeros puestos! Despreocupados de nosotros mismos, podemos y debemos gastar la existencia, como el propio Cristo, en un servicio desinteresado, aunque eso acabe colocándonos en último lugar de este mundo. Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, afirma san Pablo.

El propio Hijo de Dios hecho hombre llegó a consentir en una muerte despreciable y humillante, como un malhechor más. Hasta esa muerte le condujo su afán por servirnos. Ofrecía así al Padre su sumisión a la condición humana, como precio por la Redención del mundo. Quedó como el último despreciable ante los habitantes de Jerusalén, objeto de las burlas y agravios de cualquiera: el pueblo, los jefes, los soldados... Y en realidad era el momento de su glorificación y de su triunfo. Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre. Lo escribe el "Apóstol de las Gentes" acerca de Jesús, y nos lo muestra como vivo ejemplo de la entrega y de la exaltación.

La figura de Nuestra Madre del Cielo es una permanente invitación al servicio oculto y desinteresado. Acudamos a su intercesión, para que no nos importe ser admirados sino servir.


(OELDOMINGO)


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