Pobres
riquezas y ricas pobrezas
Entre las muchas enseñanzas de Jesucristo que podemos
meditar a partir de los versículos de san Marcos – 10, 17-30 - que hoy nos
presenta la Iglesia, consideremos esa evidente disparidad de criterios, acerca
de la verdadera riqueza, entre Jesús y el personaje que le abordó en esa
ocasión: aquel hombre que, con su mejor buena voluntad, pregunta al Señor por
lo que debe hacer para conseguir la vida eterna.
Notemos,
para empezar, que lo que parece en un primer momento una excelente disposición
por su parte –llamando a Jesús Maestro bueno
y postrándose ante Él–, es, sin embargo, tan sólo aparente. De hecho, esos
gestos y esas palabras iniciales, que parecían manifestar acatamiento sin
condiciones a Jesús, no se mantienen cuando el Señor le indica lo que, en
concreto, debe hacer para conseguir la vida eterna que tanto desea. De hecho
desiste de su sumisión al Salvador. Se diría que ya no lo considera Bueno, cuando no le agrada lo que Jesús le
propone.
Si nos
fijamos en la escena, contemplamos a un hombre de esos que podríamos decir que
lo tienen todo en la vida. Tenía muchas posesiones,
afirma el evangelista, y, sin embargo, reconoce también que aún no tiene lo
verdaderamente importante. Así lo manifiesta con toda franqueza, pues,
corriendo se arrodilla ante Jesús suplicante, reconociéndose necesitado. Sus
riquezas parece que le saben todavía a poco, sus muchas
posesiones no son capaces de colmar sus deseos.
¡Qué
razonable es, por tanto, la respuesta del Maestro! Animándole a desprenderse de
sus posesiones, le confirma en lo que ya estaba notando y, por eso, se decidió
a acudir a Cristo: que todo aquello –con lo que pretendía llenar su vida– no
tenía de suyo capacidad para satisfacerle. Estaba ocupado, afanado, en unos
bienes tan pequeños que, por muchos que fueran, serían siempre insuficientes
para él.
Sin
embargo, las posesiones –muy numerosas, posiblemente– ocupaban casi
completamente sus afanes, su interés: su cabeza y su corazón. Era, por eso,
imposible que así pusiera de verdad su capacidad personal al servicio de la vida eterna que pretendía lograr: pretendía volar
sin abandonar el suelo. Aquel hombre rico, porque
tenía muchas posesiones, stab condenado a sentirse pobre, insatisfecho,
por no querer desprenderse de lo que, siendo atractivo de suyo, también –y ante
todo– le quitaba la libertad.
Jesús
le aconseja, en efecto, que se quede libre de lo que le ocupa para entregarse a
bienes mayores: tendrás un tesoro en el cielo,
le dice. Con tal ofrecimiento, le manifiesta Jesús que Él es efectivamente el Maestro bueno, como había presumido el hombre
hacía un instante. Ningún otro, sino sólo Cristo, podía ofrecerle una riqueza
de tanto valor. Pero la bondad del Señor, que es infinita, no quiere violentar
la libertad de nadie, y el que parecía dispuesto a todo decide no confiar en
esa bondad, aunque la había proclamado un momento antes.
Sin
duda, fue muy consciente de su incoherencia y por eso no soportó la mirada de
Jesús, a pesar de que le contemplaba con inmenso cariño: quedó prendado de él, dice el evangelista. La
ruptura interior se manifiesta en su rostro, pues, se
marchó triste: hasta ese punto pueden cegar las riquezas. El apego a sus
cosas ganó en aquella ocasión la batalla a su generosidad y a la confianza que
Jesús le reclamaba. Podemos pensar que tenía tan en primer término las
posesiones, que era incapaz de advertir el valor inigualable del proyecto vital
que Jesús le ofrece. Pues, además de haberle prometido un tesoro para el cielo,
le otorga el inmenso privilegio de poder seguirle y participar de su divina
misión. Hubiera sido otro de los Apóstoles, pues, como a los demás le dijo: ven y sígueme.
No es,
ciertamente, pequeña la riqueza que promete Dios a cuantos deciden serle
fieles. Además, aunque sea necesario no poner como primer objetivo de la vida
los bienes materiales, no se trata tanto de una renuncia –no tener por no
tener– cuanto de una condición para mantenerse libre y poder optar a la gran dignidad
de ser apóstol y recibir el tesoro del Cielo.
Santa
María, nuestra Madre, nos anima con su ejemplo: Reina en el Cielo, y en la
tierra feliz como nadie, porque en Ella se fijó el Señor y quiso ser su
esclava.
(ElDomingo)
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