sábado, 13 de outubro de 2012

DIÁLOGO DE JESUS COM OS HOMENS



Pobres riquezas y ricas pobrezas

Entre las muchas enseñanzas de Jesucristo que podemos meditar a partir de los versículos de san Marcos – 10, 17-30 - que hoy nos presenta la Iglesia, consideremos esa evidente disparidad de criterios, acerca de la verdadera riqueza, entre Jesús y el personaje que le abordó en esa ocasión: aquel hombre que, con su mejor buena voluntad, pregunta al Señor por lo que debe hacer para conseguir la vida eterna.
        Notemos, para empezar, que lo que parece en un primer momento una excelente disposición por su parte –llamando a Jesús Maestro bueno y postrándose ante Él–, es, sin embargo, tan sólo aparente. De hecho, esos gestos y esas palabras iniciales, que parecían manifestar acatamiento sin condiciones a Jesús, no se mantienen cuando el Señor le indica lo que, en concreto, debe hacer para conseguir la vida eterna que tanto desea. De hecho desiste de su sumisión al Salvador. Se diría que ya no lo considera Bueno, cuando no le agrada lo que Jesús le propone.
        Si nos fijamos en la escena, contemplamos a un hombre de esos que podríamos decir que lo tienen todo en la vida. Tenía muchas posesiones, afirma el evangelista, y, sin embargo, reconoce también que aún no tiene lo verdaderamente importante. Así lo manifiesta con toda franqueza, pues, corriendo se arrodilla ante Jesús suplicante, reconociéndose necesitado. Sus riquezas parece que le saben todavía a poco, sus muchas posesiones no son capaces de colmar sus deseos.
        ¡Qué razonable es, por tanto, la respuesta del Maestro! Animándole a desprenderse de sus posesiones, le confirma en lo que ya estaba notando y, por eso, se decidió a acudir a Cristo: que todo aquello –con lo que pretendía llenar su vida– no tenía de suyo capacidad para satisfacerle. Estaba ocupado, afanado, en unos bienes tan pequeños que, por muchos que fueran, serían siempre insuficientes para él.
        Sin embargo, las posesiones –muy numerosas, posiblemente– ocupaban casi completamente sus afanes, su interés: su cabeza y su corazón. Era, por eso, imposible que así pusiera de verdad su capacidad personal al servicio de la vida eterna que pretendía lograr: pretendía volar sin abandonar el suelo. Aquel hombre rico, porque tenía muchas posesiones, stab condenado a sentirse pobre, insatisfecho, por no querer desprenderse de lo que, siendo atractivo de suyo, también –y ante todo– le quitaba la libertad.
        Jesús le aconseja, en efecto, que se quede libre de lo que le ocupa para entregarse a bienes mayores: tendrás un tesoro en el cielo, le dice. Con tal ofrecimiento, le manifiesta Jesús que Él es efectivamente el Maestro bueno, como había presumido el hombre hacía un instante. Ningún otro, sino sólo Cristo, podía ofrecerle una riqueza de tanto valor. Pero la bondad del Señor, que es infinita, no quiere violentar la libertad de nadie, y el que parecía dispuesto a todo decide no confiar en esa bondad, aunque la había proclamado un momento antes.
        Sin duda, fue muy consciente de su incoherencia y por eso no soportó la mirada de Jesús, a pesar de que le contemplaba con inmenso cariño: quedó prendado de él, dice el evangelista. La ruptura interior se manifiesta en su rostro, pues, se marchó triste: hasta ese punto pueden cegar las riquezas. El apego a sus cosas ganó en aquella ocasión la batalla a su generosidad y a la confianza que Jesús le reclamaba. Podemos pensar que tenía tan en primer término las posesiones, que era incapaz de advertir el valor inigualable del proyecto vital que Jesús le ofrece. Pues, además de haberle prometido un tesoro para el cielo, le otorga el inmenso privilegio de poder seguirle y participar de su divina misión. Hubiera sido otro de los Apóstoles, pues, como a los demás le dijo: ven y sígueme.
        No es, ciertamente, pequeña la riqueza que promete Dios a cuantos deciden serle fieles. Además, aunque sea necesario no poner como primer objetivo de la vida los bienes materiales, no se trata tanto de una renuncia –no tener por no tener– cuanto de una condición para mantenerse libre y poder optar a la gran dignidad de ser apóstol y recibir el tesoro del Cielo.
        Santa María, nuestra Madre, nos anima con su ejemplo: Reina en el Cielo, y en la tierra feliz como nadie, porque en Ella se fijó el Señor y quiso ser su esclava.
(ElDomingo)

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