quinta-feira, 26 de dezembro de 2013

La contemplación de Dios para ser fuertes

  
 Nos ofrece la Iglesia, nuestra Madre, al día siguiente de la solemne celebración del nacimiento del Hijo de Dios entre los hombres, la fiesta de san Esteban. Según narra con bastante detalle el libro de los Hechos de los Apóstoles, Esteban derramó su sangre hasta la muerte por declarar su fidelidad a Jesucristo, mientras era brutalmente apedreado. Los enemigos de Jesucristo no se conformaron con la muerte del Hijo de Dios, sino que quisieron acabar también con sus seguidores, los cristianos. Pero no podían resistir la sabiduría y el Espíritu con que hablaba –afirma el libro sagrado a propósito de Esteban–. Sobornaron entonces a unos hombres que dijeron:
        —Nosotros le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios.
        En efecto, cuando los hombres no quieren aceptar la verdad como fuerza que impulse sus vidas, acaban empleando la violencia: la fuerza de la mentira. Ante todo y primeramente, sucede esto en el propio interior, contraviniendo los dictados de la conciencia personal; luego con los demás que son justos y leales con la verdad –que se hacen intolerables– y se han convertido en un enemigo insufrible. La inapelable virtud de los que son veraces los pone en evidencia ante el mundo y es preciso acabar con ellos.
        Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios. Estas palabras de Esteban, que garantizaban su sinceridad de conciencia ante Dios, resultaron inadmisibles para sus enemigos y precipitaron su ejecución. Pero unos momentos después estaba gozando de la intimidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los argumentos con que Esteban sostenía su defensa eran de la Escritura revelada, que todo judío conocía bien y aceptaba. Por eso, entonces clamaron a voz en grito, se taparon los oídos y se lanzaron a una contra él. Es el ímpetu desquiciado de la violencia que arrasa la serenidad de la verdad. ¿No nos sucede –en otro orden de cosas– algo así de vez en cuando a nosotros? ¿No hacemos "oídos sordos" a las acusaciones inapelables de nuestra conciencia, a las necesidades evidentes de algunos que nos rodean, a Dios mismo presente en el sagrario?
        En estos días del Tiempo de Navidad nos resulta, si cabe, más fácil la contemplación de Dios en su misterio. Nos basta fijarnos en José y en María, que, admirados de la grandeza divina, que quiso esconderse en el Recién Nacido, se desviven en adorarle y amarle. Ciertamente no se les ahorró ni la fatiga ni el abandono de los hombres. Nadie, sin embargo, como ellos ha podido gozar de la dicha inmensa –en medio del dolor, hay que recalcarlo– de saberse con la mayor riqueza posible; tan inmensa que la mente humana no es capaz de imaginar. Valía la pena cualquier pérdida, cualquier fatiga, cualquier desprecio, cualquier dolor..., con tal de tener a ese Niño, con tal de entregar segundo a segundo la vida por Él.
        Así serían los pensamientos de Esteban. Así deben ser los nuestros de ordinario, ya que en todo momento podemos estar en oración –debemos estarlo–, contemplando a Dios que nos contempla. Y contemplando asimismo esa circunstancia –la que sea– que nos toca vivir, que debemos convertirla, –como se reza en la oración para la devoción de san Josemaría– en ocasión de amar a Dios, y de servir con alegría y con sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor. Nada es pequeño para un alma de fe y coherente; y, por consiguiente, no hay fracasos si aquello se hizo buscando agradar Dios, movidos por la fe.
        Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas, y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía, para que deis testimonio ante ellos y los gentiles. Jesús advierte a sus discípulos de la fuerte oposición que encontrarán. Y se trata de una realidad habitual, de todos los tiempos. No han cambiado en absoluto esas circunstancias a la vuelta de veinte siglos. También hoy, en diversos lugares del mundo, hay mártires, que confiesan con su sangre y a costa de su vida terrena la fe en Jesucristo. Pues Nuestro Señor no nos advierte del peligro para que –temerosos– nos escondamos; sino, más bien, para lo contrario, en cierto sentido. Nos previene para que no nos parezca extraño que muchos se opongan decididamente a su Persona y a su Doctrina: al Evangelio. Lo podemos observar hoy, como corriente ideológica establecida, en algunas ideologías investidas de poder en el mundo; y, si no como decidida oposición, si como indiferente frialdad en bastantes sectores de la sociedad.
        Ese ambiente hostil ha sido y será siempre un estímulo para el discípulo de Cristo: la realidad palpable de que tiene mucho por hacer. Sigue pues siendo actual, quizás más actual que nunca, el mandato animante de nuestro Maestro: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Los cristianos de hoy no tenemos derecho a contemplar a san Esteban como si fuera un personaje del pasado y extraño del todo a nuestra cultura, a nuestro modo actual de vivir. Su fortaleza y su coherencia con la fe –su amor a Jesucristo– son hoy tan necesarios como hace veinte siglos; no han perdido vigencia y nos toca hacer de ellos una realidad que ilumine el mundo. Que no nos importe que pueda parecer un destello deslumbrante para muchos, como lo fue la vida ordinaria de los primeros cristianos.
         Nos encomendamos a José y a María, para que nos enseñen a contemplar más y más a ese Dios que no quiere apartarse nunca te nuestro lado, de nuestra vida, y quiere estar más en la vida de muchos.


(Eldomingo)


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