Nos ofrece la Iglesia, nuestra
Madre, al día siguiente de la solemne celebración del nacimiento del Hijo de
Dios entre los hombres, la fiesta de san Esteban. Según narra con bastante
detalle el libro de los Hechos de los Apóstoles, Esteban derramó su sangre
hasta la muerte por declarar su fidelidad a Jesucristo, mientras era
brutalmente apedreado. Los enemigos de Jesucristo no se conformaron con la
muerte del Hijo de Dios, sino que quisieron acabar también con sus seguidores,
los cristianos. Pero no podían resistir la
sabiduría y el Espíritu con que hablaba –afirma el libro sagrado a
propósito de Esteban–. Sobornaron entonces a unos
hombres que dijeron:
—Nosotros le hemos oído proferir palabras blasfemas
contra Moisés y contra Dios.
En
efecto, cuando los hombres no quieren aceptar la verdad como fuerza que impulse
sus vidas, acaban empleando la violencia: la fuerza de la mentira. Ante todo y
primeramente, sucede esto en el propio interior, contraviniendo los dictados de
la conciencia personal; luego con los demás que son justos y leales con la
verdad –que se hacen intolerables– y se han convertido en un enemigo
insufrible. La inapelable virtud de los que son veraces los pone en evidencia
ante el mundo y es preciso acabar con ellos.
Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de
pie a la diestra de Dios. Estas palabras de Esteban, que garantizaban su
sinceridad de conciencia ante Dios, resultaron inadmisibles para sus enemigos y
precipitaron su ejecución. Pero unos momentos después estaba gozando de la
intimidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los argumentos con que
Esteban sostenía su defensa eran de la Escritura revelada, que todo judío
conocía bien y aceptaba. Por eso, entonces clamaron
a voz en grito, se taparon los oídos y se lanzaron a una contra él. Es
el ímpetu desquiciado de la violencia que arrasa la serenidad de la verdad. ¿No
nos sucede –en otro orden de cosas– algo así de vez en cuando a nosotros? ¿No
hacemos "oídos sordos" a las acusaciones inapelables de nuestra
conciencia, a las necesidades evidentes de algunos que nos rodean, a Dios mismo
presente en el sagrario?
En
estos días del Tiempo de Navidad nos resulta, si cabe, más fácil la
contemplación de Dios en su misterio. Nos basta fijarnos en José y en María,
que, admirados de la grandeza divina, que quiso esconderse en el Recién Nacido,
se desviven en adorarle y amarle. Ciertamente no se les ahorró ni la fatiga ni
el abandono de los hombres. Nadie, sin embargo, como ellos ha podido gozar de
la dicha inmensa –en medio del dolor, hay que recalcarlo– de saberse con la
mayor riqueza posible; tan inmensa que la mente humana no es capaz de imaginar.
Valía la pena cualquier pérdida, cualquier fatiga, cualquier desprecio,
cualquier dolor..., con tal de tener a ese Niño, con tal de entregar segundo a
segundo la vida por Él.
Así
serían los pensamientos de Esteban. Así deben ser los nuestros de ordinario, ya
que en todo momento podemos estar en oración –debemos estarlo–, contemplando a
Dios que nos contempla. Y contemplando asimismo esa circunstancia –la que sea–
que nos toca vivir, que debemos convertirla,
–como se reza en la oración para la devoción de san Josemaría– en ocasión de amar a Dios, y de servir con alegría y con
sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los
caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor. Nada es
pequeño para un alma de fe y coherente; y, por consiguiente, no hay fracasos si
aquello se hizo buscando agradar Dios, movidos por la fe.
Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los
tribunales, os azotarán en sus sinagogas, y seréis llevados ante los
gobernadores y reyes por causa mía, para que deis testimonio ante ellos y los
gentiles. Jesús advierte a sus discípulos de la fuerte oposición que
encontrarán. Y se trata de una realidad habitual, de todos los tiempos. No han
cambiado en absoluto esas circunstancias a la vuelta de veinte siglos. También
hoy, en diversos lugares del mundo, hay mártires, que confiesan con su sangre y
a costa de su vida terrena la fe en Jesucristo. Pues Nuestro Señor no nos
advierte del peligro para que –temerosos– nos escondamos; sino, más bien, para
lo contrario, en cierto sentido. Nos previene para que no nos parezca extraño
que muchos se opongan decididamente a su Persona y a su Doctrina: al Evangelio.
Lo podemos observar hoy, como corriente ideológica establecida, en algunas
ideologías investidas de poder en el mundo; y, si no como decidida oposición,
si como indiferente frialdad en bastantes sectores de la sociedad.
Ese
ambiente hostil ha sido y será siempre un estímulo para el discípulo de Cristo:
la realidad palpable de que tiene mucho por hacer. Sigue pues siendo actual,
quizás más actual que nunca, el mandato animante de nuestro Maestro: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y
enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Los cristianos de hoy no
tenemos derecho a contemplar a san Esteban como si fuera un personaje del
pasado y extraño del todo a nuestra cultura, a nuestro modo actual de vivir. Su
fortaleza y su coherencia con la fe –su amor a Jesucristo– son hoy tan
necesarios como hace veinte siglos; no han perdido vigencia y nos toca hacer de
ellos una realidad que ilumine el mundo. Que no nos importe que pueda parecer
un destello deslumbrante para muchos, como lo fue la vida ordinaria de los
primeros cristianos.
Nos
encomendamos a José y a María, para que nos enseñen a contemplar más y más a
ese Dios que no quiere apartarse nunca te nuestro lado, de nuestra vida, y
quiere estar más en la vida de muchos.
(Eldomingo)
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