Evangelio: Mt 1, 1-25
La Providencia divina
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Ya
hemos ponderado en diversas ocasiones, haciendo nuestra meditación con el
Señor, la figura inigualable de José, el esposo de María, que hoy se nos
presenta. Él es para siempre modelo de completa disponibilidad a los planes
de Dios impulsado por su fe. Se puede afirmar que Dios, Señor nuestro, eligió
también a un hombre ideal, así como eligió a la Santísima Virgen. La
Providencia de Dios está siempre a favor de su criatura humana. Creador
nuestro y Señor del mundo, dispone de modo amoroso todo a favor de nuestra
salvación. Así, en efecto, del mismo modo que pensó en una familia para que
naciera Jesús, de la que sería cabeza el Santo Patriarca, ya desde el inicio
de la existencia de los hombres, quiso sanar nuestros pecados, y que podamos
merecer su gloria.
En
estos días aguardamos la celebración del acontecimiento más relevante jamás
ocurrido: el nacimiento del Hijo de Dios. La venida al mundo del Verbo
encarnado hizo posible nuestra Bienaventuranza eterna, aunque nos habíamos
apartado de Dios por el pecado. El nacimiento de Cristo es condición para que
podamos ser hijos de Dios. La Navidad, pues, constituye el único centro de la
historia humana –en palabras de San Pablo–, la
plenitud de los tiempos: cuando envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer.
Jesucristo nacería, según la divina promesa, de la descendencia de David, rey
del Pueblo que Dios había escogido a partir de la descendencia de Abrahán.
Así se nos recuerda también hoy en la liturgia, a partir de las palabras que
Dios dirigió al rey David por boca del profeta Natán: Yo seré para Él un Padre, y Él será para mi un Hijo, y no apartaré
de Él mi amor, como lo aparté de aquel que fue antes de ti. Yo le estableceré
en mi Casa y en mi reino para siempre, y su trono estará firme eternamente.
Todo israelita sabía que el Mesías sería un descendente de David. Jose, el
esposo de Santa María, lo era, y así lo llamó el ángel del Señor durante el
sueño, haciéndole saber el misterio de la concepción virginal de su esposa: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu
esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.
Dios, en su Providencia ordinaria –extraordinaria cuando es preciso– se
manifiesta siempre como Padre amoroso de sus hijos los hombres. Nadie como Él
pudo prever de modo tan favorable para la humanidad la Redención del pecado.
Inmediatamente después de la primera ofensa, promete ya la oportuna
reparación, el aplastamiento definitivo de la serpiente,
el diablo tentador. A partir de ese momento, como relata la Biblia, Dios fue
preparando a los hombres para la insólita y admirable venida de su Hijo al
mundo. El plan amoroso de Dios para con los hombres, se convertía así –con el
paso de las generaciones– en una anhelante espera cada vez más inminente. Por
eso los judíos contemporáneos de Nuestro Señor estaban en lo cierto pensando
que el Mesías estaba a punto de hacerse presente en la historia. No habían
entendido, sin embargo, que su reinado sería un reinado de Gracia, de Amor,
de Paz. Esperaban –en vano– un rey humano.
La
contemplación de la venida del Redentor al mundo, no ya como acontecimiento
grandioso y único, cuyo valor somos incapaces de ponderar y agradecer
adecuadamente, sino como consumación de un plan primorosamente previsto por
el Amor de nuestro Dios hacia el hombre, alienta nuestra confianza en sus
cuidados paternales. Desde el principio quería Dios hacernos hijos suyos por
la Gracia. Ahora ha pasado todo –indica
san Josemaría comentando la sepultura de Jesús muerto, consumación de la
misión de Cristo–. Se ha cumplido la obra de
nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por
nosotros y su muerte nos ha rescatado.
No
debe decaer la confianza nuestra, que Dios Nuestro Padre tiene un empeño
pertinaz de por colmarnos de sus dones. Así ha sido y es y será siempre,
hasta el fin del mundo, aunque demasiado menudo algunos parecen pensar lo
contrario. Renovemos nuestra fe, acudiendo al auxilio divino, y no queramos
engañarnos: mi Reino no es de este mundo,
declaró Jesús en el momento supremo. No debemos buscar ante todo el remedio
de los males humanos en la solución de unos problemas materiales, como si
todo consistiera para el hombre en la organización de un reinado temporal.
Por lo demás, flaco servicio nos haría Dios sí resolviera ante todo nuestros
problemas materiales, económicos, de salud, etc. Nos ha creado para una vida
eterna de amor filial: la que nos ganó Jesucristo con su venida.
A
su Madre y Madre nuestra nos encomendamos, para que sepamos esperar con recta
ilusión su venida en esta nueva Navidad.
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(0ELDOMINGO
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