Bajo tu protección nos acogemos Santa Madre de Dios.
No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
y librarnos de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita.
María ama con su dolor
Con todo su dolor, y en perseverante amor por su Hijo, María acompañaría a Jesús cuanto le fuera posible en su Pasión. Le ofrecía su lealtad y cariño de Madre –amor a Dios como ningún otro–, cuando casi todos le han dejado. Acompañemos a María en sus horas de más dolor, porque su Hijo, inocente, va a morir por los hombres. Son los momentos que le había anunciado Simeón, cuando cumplía con José el precepto de presentar a Jesús en el Templo al poco ne nacer: una espada traspasará tu alma, le dijo.
En el rezo más tradicional del Via Crucis, contemplamos en la cuarta estación a la Virgen, viendo pasar a Jesús con la Cruz camino del Calvario. Juan Pablo II la ve, con el Hijo, en la misma Pasión: La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de El es su cruz, la humillación de El es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: «... y una espada atravesará tu alma». Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario.
Así es también todo dolor propiamente cristiano, un sufrimien como el de María, corredentor, que viene a ser el mismo de Cristo y tiene su eficacia, pues coopera con el del mismo Cristo a la Redención del mundo. Lo decía san Pablo a los colosenses: el cristiano puede poner lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia. Y no es sólo todo el arduo trabajo de evangelización, del que el Apostol tenía buena experiencia; todo dolor cristiano tiene por Cristo vocación redentora, siendo de un hijo de Dios que, a su modo, ofrece también como María su cruz a Dios Padre por los demás.
María sufre lo indecible viendo a su Hijo padeciendo y sin culpa, pero acepta la Voluntad de Dios que consiente esa Pasión que es el precio de nuestra Redención. Si en la Cruz Jesucristo muestra hasta el colmo su Amor por los hombres, también es en la Pasión donde María nos muestra su amor amando con dolor el querer de Dios. Y si en la Cruz, con una visión sólo humana, parece que fracasan Jesucristo y María, para unos ojos de fe la Cruz es el preludio de la gloria de la resurrección: ni Dios ni los que le aman pueden fracasar. Por el contrario, todo dolor si es cristiano, eleva a quien lo padece: como afirma san Pablo, el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios.
María padece junto a su Hijo porque lo ama. Está dispuesta a padecer todo por amarle; y, así, Ella es verdadero consuelo para Jesús que no puede más con su dolor. La piedra de toque del amor es el dolor, se ha dicho. Y María sufre lo indecible viendo sufrir a Jesús, pero en obediencia al Padre acepta el dolor del Hijo y el suyo propio, pues es la salvación de los hombres: he aquí la medida de su amor por nosotros.
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¿Cómo andamos de amor?; o mejor, ¿cómo andamos de dolor querido, buscado por consolar? Pidamos a Santa María que no tengamos miedo a padecer. Por mucho que sea nuestro sufrimiento: el dolor físico, la pena, el trabajo, el cansancio, el abandono, la indiferencia, el desprecio...; nunca será insoportable de verdad: no permite Dios que padezcamos por encima de nuestras fuerzas. Ante sus ojos siempre somos niños, hijos suyos muy queridos a quienes protege, de quienes no se olvida en ninguna circunstancia aunque alguna vez nos lo parezca.
¡Que queramos olvidarnos de nosotros, de si gozamos o sufrimos, para pensar sólo en Dios y en los demás por El! Será necesario rectificar una y otra vez pensamientos de autocompasión y confiar en la alegría e insospechada felicidad, que procede del amor, y nos vendrá amando generosamente, sin calcular las pérdidas y los riesgos: amando sin miedo.
¿Cómo ama una madre? ¿Acaso lo hace con "prudencia", moderadamente, hasta un cierto punto?: no tiene medida. Así es el amor de María por cada uno. Ese amor nos enseña junto a la Cruz de su Hijo. Con ese cariño le consoló, y así también nos consuela a ti y a mí cuando nos ve amando –sufriendo–, imitando en esta vida al Señor camino del Calvario. Lo notaremos si procuramos tratarla como Madre.
Estaban junto a la cruz de Jesús –nos dice san Juan– su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa. Y poco tiempo después nos dice el evangelista que entregó el espíritu. Dio todo por nosotros y nos entrega su propia Madre. Vendría a ser ésta como su última voluntad, el broche de oro que remata toda su Obra Redentora.
Necesitamos a María. En nuestra relación con Dios debemos ser pequeños, debemos ser hijos: nos lo ha dicho el Señor. Necesitamos una madre sobrenatural para esta vida sobrenatural de relación con Dios. Y aquí tenemos otra prueba del amor que Dios nos tiene en Jesucristo: ¿Qué mejor madre, qué mejor mujer, podría ser madre nuestra en el orden de la gracia que la que el propio Dios escogió para sí? Que sepamos, como el discípulo amado, acogerla en nuestra casa, en nuestra vida.
(OELDOMINGO)
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