sexta-feira, 24 de dezembro de 2010

Día 24 Vigilia de la Natividad del Señor



Evangelio: Mt 1, 1-25 Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahá...


Ya hemos ponderado en diversas ocasiones, haciendo nuestra meditación con el Señor, la figura inigualable de José, el esposo de María, que hoy se nos presenta. Él es para siempre modelo de completa disponibilidad a los planes de Dios impulsado por su fe. Se puede afirmar que Dios, Señor nuestro, eligió también a un hombre ideal, así como eligió a la Santísima Virgen. La Providencia de Dios está siempre a favor de su criatura humana. Creador nuestro y Señor del mundo, dispone de modo amoroso todo a favor de nuestra salvación. Así, en efecto, del mismo modo que pensó en una familia para que naciera Jesús, de la que sería cabeza el Santo Patriarca, ya desde el inicio de la existencia de los hombres, quiso sanar nuestros pecados, y que podamos merecer su gloria.

En estos días aguardamos la celebración del acontecimiento más relevante jamás ocurrido: el nacimiento del Hijo de Dios. La venida al mundo del Verbo encarnado hizo posible nuestra Bienaventuranza eterna, aunque nos habíamos apartado de Dios por el pecado. El nacimiento de Cristo es condición para que podamos ser hijos de Dios. La Navidad, pues, constituye el único centro de la historia humana –en palabras de San Pablo–, la plenitud de los tiempos: cuando envió Dios a su Hijo, nacido de mujer.

Jesucristo nacería, según la divina promesa, de la descendencia de David, rey del Pueblo que Dios había escogido a partir de la descendencia de Abrahán. Así se nos recuerda también hoy en la liturgia, a partir de las palabras que Dios dirigió al rey David por boca del profeta Natán:
Yo seré para Él un Padre, y Él será para mi un Hijo, y no apartaré de Él mi amor, como lo aparté de aquel que fue antes de ti. Yo le estableceré en mi Casa y en mi reino para siempre, y su trono estará firme eternamente. Todo israelita sabía que el Mesías sería un descendente de David. Jose, el esposo de Santa María, lo era, y así lo llamó el ángel del Señor durante el sueño, haciéndole saber el misterio de la concepción virginal de su esposa: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.

Dios, en su Providencia ordinaria –extraordinaria cuando es preciso– se manifiesta siempre como Padre amoroso de sus hijos los hombres. Nadie como Él pudo prever de modo tan favorable para la humanidad la Redención del pecado. Inmediatamente después de la primera ofensa, promete ya la oportuna reparación, el aplastamiento definitivo de la
serpiente, el diablo tentador. A partir de ese momento, como relata la Biblia, Dios fue preparando a los hombres para la insólita y admirable venida de su Hijo al mundo. El plan amoroso de Dios para con los hombres, se convertía así –con el paso de las generaciones– en una anhelante espera cada vez más inminente. Por eso los judíos contemporáneos de Nuestro Señor estaban en lo cierto pensando que el Mesías estaba a punto de hacerse presente en la historia. No habían entendido, sin embargo, que su reinado sería un reinado de Gracia, de Amor, de Paz. Esperaban –en vano– un rey humano.

La contemplación de la venida del Redentor al mundo, no ya como acontecimiento grandioso y único, cuyo valor somos incapaces de ponderar y agradecer adecuadamente, sino como consumación de un plan primorosamente previsto por el Amor de nuestro Dios hacia el hombre, alienta nuestra confianza en sus cuidados paternales. Desde el principio quería Dios hacernos hijos suyos por la Gracia.
Ahora ha pasado todo –indica san Josemaría comentando la sepultura de Jesús muerto, consumación de la misión de Cristo–. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.

No debe decaer la confianza nuestra, que Dios Nuestro Padre tiene un empeño pertinaz de por colmarnos de sus dones. Así ha sido y es y será siempre, hasta el fin del mundo, aunque demasiado menudo algunos parecen pensar lo contrario. Renovemos nuestra fe, acudiendo al auxilio divino, y no queramos engañarnos:
mi Reino no es de este mundo, declaró Jesús en el momento supremo. No debemos buscar ante todo el remedio de los males humanos en la solución de unos problemas materiales, como si todo consistiera para el hombre en la organización de un reinado temporal. Por lo demás, flaco servicio nos haría Dios sí resolviera ante todo nuestros problemas materiales, económicos, de salud, etc. Nos ha creado para una vida eterna de amor filial: la que nos ganó Jesucristo con su venida.

A su Madre y Madre nuestra nos encomendamos, para que sepamos esperar con recta ilusión su venida en esta nueva Navidad.


(OELDOMINGO)


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