y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.
A Ti, celestial Princesa,
Virgen Sagrada María,
te ofrezco en este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía.
Comenzamos por el principio: es Dios quien toma la iniciativa y se dirige al hombre. Ya fue cosa suya el hombre, como todo lo demás. ¡Qué bueno es reconocer pausadamente y con hondura esta realidad, y no acostumbrarse!: Desear vivir en el permanente asombro de que le intereso a Dios.
Aquel día se dirigió a una joven judía. Lo hace de un modo singular: a través de un ángel. El suceso aparece bien situado en el lugar y en el tiempo por el relato evangélico de san Lucas, 1, 126-38.
….
María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servirle. ...
María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte Dios, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella, por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En ella, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Angel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con el suyo, al Amor de Dios.
A partir de la disposición de María el Angel le transmite su mensaje. Como afirma el Papa, Dios «busca al hombre movido por su corazón de Padre»: no debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer –le dice el Angel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.
¿Tenemos miedo a Dios? De El sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda...
No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales; su sí a Dios vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido. ...
No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también una prueba de otra acción del poder de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible –concluye el arcángel.
Cuando nos habituamos a comtemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos con un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque el Señor nos comprende y nos sonríe con el cariño de siempre. También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, tratamos rebajar la exigencia, "escurrir el bulto". Es que no es obligatorio –pensamos. Y le escuhamos: ¿Me quieres? Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida; que obras son amores...
"Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde". ...
El "sí" de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros "sí" a Dios de todos los días se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de los enamorados aunque sólo se miren.
(OELDOMINGO)
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