Comienza el Adviento y aparece nuevamente el
color morado en los ornamentos sacerdotales. También la música sacra quiere
acompañarnos con sus tonos más graves, más severos, en este tiempo litúrgico, y
nos anima a disponernos mediante la penitencia a la llegada de Dios encarnado.
Los sonidos más serios, los colores menos vivos, la ausencia del gloria en la
celebración eucarística, son, entre otros, signos visibles que quieren
manifestar externamente la pena en el corazón del cristiano al reconocer su
condición pecadora. El hijo de Dios, en efecto, se duele profundamente al
advertir qué mal corresponde muchas veces el hombre a la bondad de su Padre
Dios.
Pero
vamos a celebrar, dentro de pocas semanas el nacimiento de Dios encarnado, el
mayor de los acontecimientos de nuestra historia. Necesitamos disponernos del
mejor modo –como Dios espera– y, para ello, necesario es asumir, del modo más
consciente posible cada uno, que somos pecadores. Es la primera condición
imprescindible si queremos rectificar y alegrarnos de verdad con su venida.
Porque
Adviento significa también ilusión, esperanza fundada y alegría optimista en
medio del dolor por la culpa, porque esperamos a nuestro buen Dios que llega.
Pero la esperanza optimista, para que tenga sentido y llene positivamente la
vida del que espera, es necesario que tenga una garantía segura. ¿Y qué
garantía puede ser más segura a nuestro favor, ahora y siempre, que la
presencia de Dios mismo entre nosotros y su palabra que no puede fallar? Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo, declaró Jesús antes de ascender a los cielos. Y está
realmente para cada uno y nos asegura: pedid y se
os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide,
recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. Pero,
¿realmente pedimos, buscamos, llamamos? Y, ¿cómo lo hacemos, con qué fe, con
qué deseo, con qué perseverancia? Porque Nuestro Señor aseguró la asistencia
divina a los que rectamente la solicitan.
En
estas Navidades, que volveremos a celebrar, el Señor, Dios de cuanto existe,
quiere acercarse a sus hijos los hombres. Y, mientras se acerca, nos recuerda
una vez más sin palabras que nos creo para Él: únicamente sus hijos celebramos
la Navidad. Nos hiciste, Señor para ser tuyos, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Así lo declara
San Agustín al comienzo de sus Confesiones, con la expresión universalmente
conocida. Dios creó el corazón del hombre con un amplio espacio de amor que
sólo Él puede colmar. Y nuestra madre la Iglesia nos recuerda, de modo especial
en este tiempo de Adviento, el eterno y siempre actual plan divino de habitar más
y más en el corazón de los hombres. Es la gran noticia que, evocada de continuo
por cada uno, debe alegrar todos nuestros días y, sobre todo, estas semanas
hasta la gran solemnidad de la Natividad del Hijo de Dios. Con cada celebración
de su nacimiento, diríamos que nos entra más por los ojos su amoroso deseo de
ser acogido por su querida criatura humana.
Recordamos
en este día, a partir de la lectura de los versículos de san Lucas que nos
ofrece el Evangelio de la Liturgia Eucarística, que al final de los tiempos
volverá Jesucristo y todos reconocerán necesariamente su señorío. Cuanto existe
–viene a decirnos el evangelista– se conmoverá en su presencia. Será una
evidente manifestación de que todo ser se mantiene por su voluntad. Nadie
tendrá dudas entonces de que ante Él debe inclinarse toda criatura, porque
criaturas suyas sin excepción nos reconoceremos. Se cumplirán en un instante
las palabras proféticas de san Pablo a sus queridos filipenses: que a
Jesucristo Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que
está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en
los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese:
"¡Jesucristo es el Señor!", para gloria de Dios Padre.
Únicamente
los extraños e indeseables pueden atemorizarse pensando en la llegada del
dueño. La familia, los amigos, particularmente los hijos, se alegran. Aguardan
incluso impacientes, se disponen lo mejor que saben, porque quieren acoger
espléndidamente al señor de la casa. Saben, además, que con su venida gozarán
más todavía que mientras le esperaban llenos de ilusión. ¿Es así para nosotros
Dios Nuestro Señor que llega? ¿Queremos disponernos muy bien en su honor? ¿Nos
ilusiona su llegada y poderle acoger con la mayor dignidad? ¿Nos sentimos especialmente
afortunados porque hay Navidad?
En
esto viene a resumirse nuestra existencia. Vivimos en un continuo Adviento, en
una esperanzada ilusión aunque tengamos que vigilar, no sea que descuidemos
algo más o menos importante, pero necesario para que Dios, Señor Nuestro,
reciba el recibimiento que se merece de sus hijos.
Santa
María, Madre de Dios, es maestra en la espera. Diríamos que es la que aguarda
por antonomasia. A su amparo nos encomendamos, con el deseo de saber
disponernos como Ella para la venida de Dios que está llegando.
(Eldomingo)
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