terça-feira, 4 de agosto de 2009

Celebramos hoy a San Juan María Vianney,



El Cura de Ars, presbítero

Mc 14, 22-36 "Inmediatamente después Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, despedida la multitud, subió al monte a orar a solas; y después de anochecer permanecía él solo allí. Entretanto la barca estaba ya alejada de tierra muchos estadios, batida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos caminando sobre el mar, se turbaron y decían: Es un fantasma; y llenos de miedo empezaron a gritar. Pero al instante Jesús comenzó a decirles: Tened confianza, soy yo, no temáis. Entonces Pedro le respondió: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, gritó diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Y cuando subieron a la barca cesó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios.

Terminada la travesía llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron todos los enfermos, y le suplicaban poder tocar aunque sólo fuera el borde de su manto; y todos aquellos que lo tocaron quedaron sanos.
"


Confianza en la oración

Celebramos hoy a San Juan María Vianney, el Cura de Ars. Conocido precisamente por este apelativo el "Cura de Ars", puesto que este santo sacerdote desarrolló su ministerio siempre en esa pequeña población francesa, de donde pretendió huir, pues se sentía indigno de su sacerdocio. Su obispo, sin embargo, lo mantuvo allí con intransigente fortaleza, desde donde desarrolló una inmensa labor apostólica para toda Francia y más allá de sus fronteras.
Habiendo proclamado el Santo Padre, Benedicto XVI, un Año Sacerdotal en la Iglesia, con ocasión del 150 aniversario de la muerte, "dies natalis", de San Juan María Vianney, nos unimos, junto al Papa, a la oración de todos los fieles cristianos, por la santidad de los sacerdotes. Rogamos asimismo a Nuestro Padre Dios que suscite los sacerdotes necesarios santos, para que su Pueblo camine seguro hasta la Casa del Cielo, único destino que puede consumar plenamente nuestra existencia terrena.
El Cura de Ars no era precisamente un dechado de cualidades intelectuales. Sus profesores y superiores tuvieron serias dudas de que pudiera ser apto para el ministerio que deseaba con pasión. Pero fue un hombre de oración. De una oración que le identificaba con Cristo Sacerdote, decidido a todo en favor de sus fieles. El sacerdote debe ser alma de oración y maestro de oración. Posiblemente nada más necesita hacer: rezar y enseñar a rezar. El sacerdote que quiere ser santo vive de la intimidad con Jesucristo y su propósito con los hombres no es otro buscar que tengan la mayor intimidad posible con Jesucristo.
"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars, y nos lo recuerda Benedicto XVI en su "Carta a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal". Esta conmovedora expresión, insiste el Papa, nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. El sacerdote, en efecto, puesto por Dios entre Él y los hombres, no es sino una manifestación de amor divino en favor nuestro, que nos facilita, más aún, que nos hace posible la intimidad divina, que es el mayor bien posible para el hombre. ¿Es posible no valorar al sacerdote? ¿Cómo cuidaremos al sacerdote, con qué oración rogaremos por su santidad, para que sea sacerdote y nada más que sacerdote?
Basten unas pocas palabras de este Santo, patrono de los párrocos y ejemplo de sacerdote, para confirmarnos en la tarea sublime que corresponde a los sacerdotes: El hombre tiene un hermoso deber y obligaciones: orar y amar. Si oráis y amáis, habéis hallado la felicidad en este mundo. Por el camino de la oración nos conducen los sacerdotes santos, el camino, por consiguiente, de la mayor felicidad en este mundo, el camino de la intimidad con Dios. Un camino para el que nos habíamos hecho indignos, recuerda el Cura de Ars, pero Dios, en su bondad, nos ha permitido hablar con Él.
El Cura de Ars era muy humilde, recuerda que el Papa, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina". Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...".
Sin embargo, reconoce Benedicto XVI, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes.
Cada uno somos responsables de nuestra vida, sí; pero no estamos exentos de alguna responsabilidad de la vida de nuestro prójimo. De modo particular de quienes, por alguna razón, nos son más cercanos. Ante todo debemos rezar, llevando así también su peso: sus afanes nobles, de modo especial sus apostolados, su afán por reparar con mortificación los pecados del mundo, su acción de gracias por tantas grandezas divinas que hemos recibido los hombres y tal vez no valoramos. Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo, aseguraba San Pablo a los Gálatas y nos dice a cada uno.
Nadie, como nuestra Madre del Cielo, sabe de los afanes de amor del Corazón de Jesús. Nadie como Ella quiere y puede infundir esos mismos afanes en los sacerdotes –que son de modo especial otros Cristo– y en cada uno de los fieles. A Ella nos encomendamos e intercedemos de modo especial por todos los sacerdotes del mundo.

(www.fluvium.org/textos/novedades.htm)


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