terça-feira, 14 de setembro de 2010

Fiesta: La Exaltación de la Santa Cruz



Evangelio: Jn 3, 13-17 Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.


Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.



La Vida Eterna



En la Cruz de Jesucristo Dios nos manifiesta su amor. Las palabras,

del Evangelio según san Juan, que meditamos hoy brevemente,

siguiendo la Liturgia de la Santa Misa para este día, son un

comentario de Nuestro Señor a Nicodemo, hablándole de la vida

que quiere Dios para los hombres, y que Jesús nos conseguiría

con su muerte y resurrección.

También nosotros, a pesar de nuestros defectos, de nuestros

egoísmos, somos capaces de dar cosas buenas a quienes amamos.

Por los que queremos con todo el corazón somos capaces de

cualquier esfuerzo. Estamos dispuestos también –si fuera preciso

– a sacrificar lo más apetecible con tal de ayudar, proteger,

consolar o favorecer de alguna forma a los que amamos.

La medida de nuestro esfuerzo desinteresado es la medida de

nuestro amor. De hecho, es habitual escuchar, como argumento

definitivo y prueba de la autenticidad y grandeza de un cariño,

el conjunto de las renuncias soportadas por él o, dicho

positivamente, la cantidad y calidad de los bienes que se han

entregado para favorecer a quien amamos. Así, pues, cuando

queremos de verdad, aunque nos enriquecemos verdaderamente

–y mucho– amando, es indudable que padecemos también una

cierta pérdida. Es el sacrificio que, de buena gana, hacemos al amar.

En Dios no puede darse mengua alguna. Dios a nada renuncia

cuando ama a los hombres, y nos sana y enriquece más de lo que

puede hacerlo el mejor bien de la tierra. Siendo Dios el Amor mismo

subsistente e infinito, no es concebible en Él la privación.

El dolor que acompaña siempre al amor humano –

"la piedra de toque del amor es el dolor", se suele afirmar– es una

manifestación más de nuestra finitud y precariedad.

No pocas veces, ese dolor unido a nuestro amor, es la triste

consecuencia de la humana miseria, pues es imprescindible

romper con los apegos de la concupiscencia, de la comodidad,

del orgullo, del capricho..., de paso que vamos purificando

nuestros afectos y los dirigimos a quienes conviene y según conviene,

para agradar a Dios. Amamos a los demás entre el dolor y la renuncia

que nos suponen el desapego de nuestros caprichos, para poder ocuparnos de ellos.

En otros momentos insistirá Jesucristo en la necesidad de seguirle con nuestra

cruz de cada día, si queremos ser de los suyos. Que el cristiano –el de Cristo–

debe llevar una vida exigente –de cruz–, es algo muy sabido por todos, no solamente

por los hijos de la Iglesia. Pero en las palabras de san Juan que hoy consideramos,

Jesús nos habla de su Cruz, que es una Cruz de amor: de amor por los hombres.

Los bienes que nos engrandecen a partir de esa Cruz, que es su Pasión en el Calvario,

son innumerables. Todas las virtudes hechas vida en Jesús,

saltan a la vista para quienes contemplan con algún detenimiento las tremendas

escenas de su crucifixión y muerte. Hasta el fin de los tiempos quedan ahí

–fielmente reflejadas en el Evangelio– para nuestro ejemplo. Y nos enriquecemos,

humana y sobrenaturalmente de ellas, si tratamos de imitarlas y las pedimos

con humildad a Quien más nos quiere.

Podemos afirmar, sin duda, que Jesús sobre el Calvario, siendo como siempre

perfecto Dios y hombre perfecto, se muestra, sin embargo, más que nunca,

en su humanidad y en su divinidad. Situémonos de modo ideal junto a Cristo

paciente, marchando con la Cruz y ya en la cumbre del Gólgota, para sentir

la medida de lo que falta aún a nuestra perfección. Parece necesario entender

algo más –aunque no podamos comprender del todo– la conducta y sentimientos

de Jesucristo para llegar a valorar la Vida Eterna, el inigualable tesoro que nos

ha ganado con su muerte. Según recuerda el propio Jesús:

así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga Vida Eterna en Él.

La Vida abundante, de la que nos hablaba otras veces, nos corresponde

por su Cruz y es para una existencia eterna en Él.

Es la manifestación final del divino amor por los hombres.

Un amor que quiso la entrega del Hijo, para que nos mereciera la reparación

del pecado. Un amor sobreabundante, que nos convierte en hijos de Dios,

coherederos con Cristo, en la expresión del Apóstol. Por los sacramentos,

y de modo singular por la Eucaristía, nos hacemos partícipes de los méritos

del mismo Jesús muriendo en la Cruz. Este es el sentido de la venida al mundo

del Hijo de Dios: hacernos participar en su misma Vida Eterna. Debemos,

por tanto, desechar otros pensamientos menos rectos y demasiado frecuentes

por desgracia, acerca la vida que Dios espera de nuestra vida cristiana.

Para algunos, en efecto, el cristianismo consiste, más que nada, en un conjunto

de preceptos o condiciones de vida que debemos guardar. El cristiano que así piensa lleva,

en la práctica, una existencia a impulsos del temor:

por miedo a las penas que caerán sobre él si se aparta de los mandamientos.

Se trata, desde luego, de una visión deformada –monstruosa– del mensaje salvador

y, en consecuencia, de Jesucristo, que nos lo ha mostrado. El mismo Jesús manifiesta

, según acabamos de recordar con las palabras que nos transmite san Juan, que

Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

Concretamente, en su Cruz no vemos afán de revancha o rencor, ni odio,

ni falta de esperanza o de paz; por el contrario, allí brilla el perdón,

el interés por los demás hasta su último instante; una paz inmensa

en la tarea bien concluida, absoluta confianza en Dios y

en su Bienaventuranza, y, sobre todo, mucho amor, manifestado en la entrega total.

Celebramos, pues, esa Cruz en el día de hoy.

Y damos gracias a Dios, a través de Santa María, su Madre y Madre nuestra,

porque nuestras penas y dolores –unidos a la Cruz de Cristo–

pueden ser ocasión de alegría infinita y eterna, por voluntad de Dios.

(OELDOMINGO)


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