sábado, 5 de maio de 2012

La única vida verdadera


En esto es glorificado mi Padre, 
en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos.


 Presenta la Iglesia para nuestra consideración meditada unas palabras de Nuestro Señor, recogidas en el evangelio de san Juan - 15, 1-8 -, con las que manifestó a sus Discípulos –ya en la intimidad del Cenáculo– la imprescindible presencia de su vida divina en la nuestra humana, como estado habitual en el cristiano. De diversos modos se había referido Jesús ya en otros momentos a esta misteriosa e impresionante realidad, que san Pablo sintetiza diciendo: para mí, vivir es Cristo... o no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Conviene, pues, que supliquemos al Espíritu Santo –dador de las Gracias, luz de los corazones– nos conceda un encendido deseo de que esa vida divina nutra la nuestra.
        Jesús, Jesucristo, es para el cristiano mucho más que alguien necesario. Con este adjetivo no se acaba de expresar la radical exigencia que Jesús hizo ver a sus discípulos: decimos que son necesarios los zapatos, si se trata de caminar por la calle. Pero Jesucristo, para el cristiano, tiene un grado mucho mayor de necesidad. Resumidamente les viene a decir: "sin mí nada, conmigo todo". El cristiano sin Jesucristo no existe. Vendría a ser tan sólo un buen ciudadano, en el mejor de los casos. Quedaría sin relevancia cara a la Vida Eterna, porque sin Él, no tiene sentido pensar en salvación, ni en eternidad, ni en gloria. Podría parecer exagerada la afirmación de Jesús: sin mí no podéis hacer nada, sin embargo, así es. Sin Cristo que nos introduce en su divinidad, la vida del hombre queda sin sentido. Como meros animales listos, nuestra vida pasaría eludiendo dificultades y buscando la mayor satisfacción. Eso sería todo: como la vida actual –por desgracia– de algunos de nuestros iguales.
        Resulta especialmente gráfica esta alegoría de la vid y los sarmientos. Los sarmientos con la vid forman un todo. Se diría, incluso, que son una misma realidad: la misma sabia los nutre, buscan el mismo fin, son cuidados por el mismo labrador... Pero, lo más significativo de la alegoría es que el sarmiento debe absolutamente su vida y su eficacia a la vid; pues, en efecto, al separarse de la ella, inmediatamente se seca; en cambio, si es cuidado, podado, si persevera unido a la cepa, conserva y aumenta su lozanía y da más fruto.
        Los hábitos y la conducta de cada uno nos ponen de manifiesto si, en nuestro caso, Jesucristo es realmente tan fundamental, si es el fundamento que da consistencia a nuestro ser y a nuestro obrar. Podríamos entretenernos ahora en un pequeño examen. Podríamos fijarnos en si contamos con el Señor, con su ayuda, de modo habitual en nuestros quehaceres, importantes o no: esa ayuda sería la sabia que da eficacia a los sarmientos. Podríamos preguntarnos igualmente, si buscamos en las circunstancias de la vida lo que le interesa al Señor, así como la vid y los sarmientos tienen el mismo interés: la producción de los racimos. Pero podemos asimismo interrogarnos sobre algo más amplio: ¿Soy consciente, mientras me ocupo de mis cosas, de que la redención es una tarea actual, que corre también de mi cuenta? Es una pregunta más general, pero suficientemente comprometedora para quien tenga la valentía de formulársela. Aunque la respuesta sea también un tanto genérica, si somos sinceros, podremos deducir hasta qué punto es Jesucristo vid de nuestra vida.
        Las palabras con las que Jesús finaliza esta alegoría son, de hecho, una auténtica conclusión: la medida de nuestra real fundamentación en Cristo es el fruto: En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos. El fruto apostólico, las almas que acercamos a Dios, nos hablan de la autenticidad de nuestra vida en Cristo. No hay que preocuparse especialmente por ese fruto, que llegará abundante, sin duda, como las uvas a la vid en el tiempo oportuno. Basta con que la planta con su raíz sea de buena especie. De ahí que únicamente queremos vivir de Cristo y rechacemos otros planteamientos vitales que, aunque más atractivos tal vez en una primera apreciación, se acaban mostrando al poco tiempo tan infecundos como amargos.
        Nos dirigimos a nuestra Madre del Cielo. ¡Cómo se parecen a veces los hijos a sus madres! Desde la Cruz del Señor somos hijos de María: de quien ha respondido siempre y en todo a Dios, de Aquella que no quiso tener, ni tuvo nunca, otra ilusión que amarle, aunque se ocupara de las mil tareas que llena la vida de un ama de casa. Vamos a pedirle a nuestra Madre del Cielo que nos eduque, que aprendamos a vivir también sólo para Dios, aunque ocupados de nuestros quehaceres de cada día.
 
(Eldomingo)

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