Evangelio: Mt 1,1-16.18-23
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El cumpleaños de la
Santísima Virgen
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La
Iglesia celebra ordinariamente el aniversario del paso al Cielo de los
hombres. La fiesta que hoy celebramos es una de las pocas en las que quiere
reconocer de modo público y solemne la llegada a la tierra de uno de sus
hijos. La que iba a ser la Madre de Dios viene al mundo, con lo que se
aproxima ya la plenitud de los tiempos,
en palabras de san Pablo. El momento central de la historia, marcado por la
llegada de Dios hecho hombre a la misma historia, es ya inminente, por
cuanto la que sería su Madre ha nacido. Es de justicia, pues, alegarse.
Debemos celebrar una fiesta que ponga de manifiesto la alegría de los
hombres, que reconocemos el gran don recibido.
Se
trata, ante todo, del amor insondable de Dios por su criatura humana. No nos
abandona a pesar de nuestros pecados, tan inmenso es su amor. Un amor,
ciertamente divino, pero con manifestaciones de Hombre, de Mujer; así es un
amor-cariño, un amor que podemos entender, aunque lo reconozcamos en
manifestaciones sublimes, que se nos muestran como inalcanzables. Jesús y
María nos han querido a los hombres y nos quieren a cada uno como nadie más
puede hacerlo. Y es un cariño real, efectivo, cuyas gratas manifestaciones
podemos llegar a notar todos, y las notaríamos más, desde luego, si
tratáramos de ser todavía más consecuentes con nuestra fe.
Es
un día, hoy, para ensalzar como nunca a nuestra Madre del Cielo. Con su
Nacimiento –también, antes, con su Concepción Inmaculada– se concreta, por
así decir, su realidad como la más dichosa de las criaturas, y su existencia
en favor de la humanidad. ¡Ha nacido la Llena de Gracia! ¡Está entre
nosotros la Bendita entre las mujeres!, recordamos hoy. Y nos alegramos,
como lo hacemos en un cumpleaños, por haber conocido y por contar con la
amistad o con la proximidad familiar y el afecto de quien celebra sus años.
Porque María es Madre de todos los hombres, sin excepción; aunque, si nos
reconocemos discípulos de su Hijo, somos capaces de valorar más todavía su
maternidad.
Es
difícil imaginarse la vida cristiana, camino de los hijos hacia la casa del
Padre, sin una Madre que –sencillamente– nos quiera. Si los cristianos somos
los hijos de Dios, hijos que –como quiere Jesús– deben permanecer siempre
niños, parece muy conveniente que contemos también con una Madre para
nuestra vida de relación con Él. En verdad os
digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los Cielos, nos advirtió el Señor. Muchas veces hemos
considerado que la madurez y responsabilidad humanas no se oponen en
absoluto a la infancia espiritual, imprescindible, según Cristo, para ganar
el Reino de los Cielos. Siendo, pues, tan necesaria la infancia, no podemos
vivir sin Madre.
Muy
conscientes de nuestra condición y, por tanto, de la debilidad que padecemos
como consecuencia del pecado, actuamos de ordinario en nuestro afán por ser
santos como los niños, que cuentan en todo con la experiencia y la capacidad
de sus padres. Y, como suele suceder en nuestras familias, los niños se apoyan
sobre todo en la madre mientras son muy pequeños. Pues así, muy pequeños,
debemos ser siempre ante Dios. La confianza que inspira una madre impulsa a
apoyarse en su ayuda: en todo momento accesible y acogedora, aunque la
conducta del pequeño no lo merezca. Así María, Madre nuestra, es otra
manifestación del amor que Dios nos tiene, que desea que en ningún caso
desconfiemos de su Gracia. Es lógico, pues, que nos alegramos, inmensamente
agradecidos, por tener a María –Madre poderosa y de consuelo– para todas las
necesidades del alma y también del cuerpo.
Le
rendimos asimismo nuestro homenaje por ser la Llena de Gracia. Es otro modo
de reconocer la omnipotencia y bondad divinas. Como recuerda con frecuencia
en la Liturgia de la Iglesia, a propósito del culto que rendimos a los
Bienaventurados, alabamos a Dios diciendo: manifiestas
Tu gloria en la asamblea de los santos y al coronar sus méritos coronas tu
propia Obra. Dios, en efecto, muestra de modo más espléndido su
perfección y el amor a sus hijos, cuando en ellos resplandece la virtud y
gloria que han logrado correspondiendo a su Gracia. Así, María, Llena de
Gracia, al corresponder plenamente a Dios es, entre las criaturas, la imagen
más excelsa de la divinidad, quien más gloria da a Dios.
En
su fiesta de cumpleaños queremos hacerle, con amor, el regalo que nos
aconsejaba san Josemaría cuando afirmaba que el
amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de
virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza. Que nada
agrada tanto a una madre como ver a sus hijos mejores y felices.
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(In: ElDomingo)
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