domingo, 4 de agosto de 2013

Riquezas para servir mejor a Dios



Da a entender Nuestro Señor, de otro modo, que no son decisivos los bienes materiales. Siendo Dios, pero hombre también, como dispone sólo de un cierto tiempo para estar con nosotros, no sería razonable que se hubiera ocupado de lo material: de solucionar los problemas humanos poco relevantes; o, al menos, no de tanta importancia como lo que hizo por toda la humanidad: la Redención. Las cuestiones económicas, aun cuando tienen importancia, no pasan de ser un medio instrumental para la vida del cuerpo. Jesucristo vino, en cambio, a conseguirnos la Vida Eterna; tal era la misión que había recibido del Padre. Es lógico, pues, que proteste: ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros? Lo suyo, como queda dicho, era proporcionarnos los medios –que sólo Él podía lograr– para que pudiéramos ser eternamente felices en el Cielo.
        En todo caso, para mostrar gráficamente la doctrina del sentido relativo y secundario de los bienes materiales, expone la parábola del hombre rico que está a punto de morir. ¡Qué bien pone de manifiesto el Señor la inutilidad de tanto esfuerzo –lo desproporcionado de tanto desvelo– al hablarnos de la cortedad de la vida! Y no está de más que nos lo recuerde, porque, no pocas veces, nos sucede como al protagonista de la parábola: que ponemos lo mejor de nuestro empeño en asuntos que serán poco relevantes, para la vida para que fuimos pensados y creados. Bastaría con que nos detuviéramos más a menudo a considerar la trascendencia que tendrá lo que traemos entre manos. ¿Vale la pena dedicar a esto tanto tiempo, tanta intensidad, tanto desvelo, tanto esfuerzo? ¿Ese gasto económico es verdaderamente razonable, considerando el valor objetivo de la cosa; es decir, su repercusión de cara a mi vida ante Dios?
        Aquel hombre se afanaba pensando cómo asegurar y aumentar sus riquezas, como si su completa existencia dependiera de ello. Ya con la garantía definitiva de su capital –para muchos años, dice la parábola– podría, según él, dar por concluido su trabajo. Precisamente esa temporada sus cosechas habían sido abundantes. Su felicidad y goce parecían garantizados por fin, como consecuencia de las riquezas almacenadas. Lamentablemente, sin embargo, había olvidado un detalle y no pequeño: su muerte; que le sobrevendría en breve y sin previo aviso. ¡Qué inútiles y absurdos aparecían entonces –para quienes escuchaban la parábola del hombre afortunado– tantos refuerzos por aumentar y almacenar su capital y tantas precauciones adoptadas para garantizar el futuro!
        Jesús, Maestro para el hombre de hoy, como lo fue hace dos mil años, enfrenta, como opuestas entre sí, dos tipos de riquezas: las que ha acumulado, de hecho, para sí nuestro personaje y las que podría haber ganado ante Dios. ¿Estos bienes son en realidad valiosos ante Dios, o únicamente lo son desde mi punto de vista particular, transitorio, meramente material y tal vez egoísta? ¿Atesorando estas riquezas tengo la impresión de cumplir la voluntad de Dios, le agrado así? Preguntas de este estilo debía haberse formulado el protagonista de la parábola, mientras se afanaba organizándose para el futuro al contemplar su abundante cosecha. Pues no parece que el desacierto, la mala conducta que el Señor critica, fuera cosa de los campos, que dieron mucho fruto. La gran fortuna lograda, tal vez en cierta medida de improviso y sin excesivo esfuerzo de su parte, era más bien, por el contrario, una excepcional ocasión para atesorar ante Dios: practicando la caridad, que es, como sabemos, el primer mandamiento de la ley; que nos asemeja a nuestro mismo Creador, de quien hemos recibido todo gratuitamente.
        En efecto: nos puede suceder que, por el egoísmo de pensar primero en nuestro propio provecho, no acertemos a descubrir el sentido y auténtico destino de nuestros talentos o fortunas, sean o no de tipo material. Una inteligencia brillante, una posición preeminente en la sociedad, unos medios económicos de sobra holgados, pueden tenerse o desearse para el propio provecho. Pero también como medios con los que servir de modo más eficaz. No he venido a ser servido sino a servir, advirtió Jesús a sus discípulos, y si queremos seguir su ejemplo –la única actitud razonable en quien quiera ser su discípulo– querremos servir en todo momento. Tal será, por tanto, en nuestros días, la actitud de fondo de los cristianos comprometidos en la evangelización de nuestro mundo. Utilizando para ello los mejores instrumentos que se puedan conseguir honradamente. Sin reparar en gastos, si es para trabajar con mayor eficacia. Primero irá, claro está, la oración y el sacrificio ofrecido: sin Mí no podéis hacer nada; después todo el esfuerzo personal, con los mejores medios si es posible, pero sin abandonar la plegaria, que garantiza que es por Dios todo empeño humano, pequeño o grande.
        A la Reina de los Apóstoles nos encomendamos, para que conduzca de modo prudente el paso de todo lo quehacer de sus hijos, en la tarea de evangelización del mundo de hoy.


(oeldomingo)

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