Da a entender Nuestro Señor, de otro modo, que no son
decisivos los bienes materiales. Siendo Dios, pero hombre también, como dispone
sólo de un cierto tiempo para estar con nosotros, no sería razonable que se
hubiera ocupado de lo material: de solucionar los problemas humanos poco
relevantes; o, al menos, no de tanta importancia como lo que hizo por toda la
humanidad: la Redención. Las cuestiones económicas, aun cuando tienen
importancia, no pasan de ser un medio instrumental para la vida del cuerpo.
Jesucristo vino, en cambio, a conseguirnos la Vida Eterna; tal era la misión
que había recibido del Padre. Es lógico, pues, que proteste: ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir
entre vosotros? Lo suyo, como queda dicho, era proporcionarnos
los medios –que sólo Él podía lograr– para que pudiéramos ser eternamente
felices en el Cielo.
En
todo caso, para mostrar gráficamente la doctrina del sentido relativo y
secundario de los bienes materiales, expone la parábola del hombre rico que
está a punto de morir. ¡Qué bien pone de manifiesto el Señor la inutilidad de
tanto esfuerzo –lo desproporcionado de tanto desvelo– al hablarnos de la
cortedad de la vida! Y no está de más que nos lo recuerde, porque, no pocas
veces, nos sucede como al protagonista de la parábola: que ponemos lo mejor de
nuestro empeño en asuntos que serán poco relevantes, para la vida para que
fuimos pensados y creados. Bastaría con que nos detuviéramos más a menudo a
considerar la trascendencia que tendrá lo que traemos entre manos. ¿Vale la
pena dedicar a esto tanto tiempo, tanta intensidad, tanto desvelo, tanto
esfuerzo? ¿Ese gasto económico es verdaderamente razonable, considerando el
valor objetivo de la cosa; es decir, su repercusión de cara a mi vida ante
Dios?
Aquel
hombre se afanaba pensando cómo asegurar y aumentar sus riquezas, como si su
completa existencia dependiera de ello. Ya con la garantía definitiva de su
capital –para muchos años, dice la parábola–
podría, según él, dar por concluido su trabajo. Precisamente esa temporada sus
cosechas habían sido abundantes. Su felicidad y goce parecían garantizados por
fin, como consecuencia de las riquezas almacenadas. Lamentablemente, sin
embargo, había olvidado un detalle y no pequeño: su muerte; que le sobrevendría
en breve y sin previo aviso. ¡Qué inútiles y absurdos aparecían entonces –para
quienes escuchaban la parábola del hombre afortunado– tantos refuerzos por
aumentar y almacenar su capital y tantas precauciones adoptadas para garantizar
el futuro!
Jesús,
Maestro para el hombre de hoy, como lo fue hace dos mil años, enfrenta, como
opuestas entre sí, dos tipos de riquezas: las que ha acumulado, de hecho, para
sí nuestro personaje y las que podría haber ganado ante Dios. ¿Estos bienes son
en realidad valiosos ante Dios, o únicamente lo son desde mi punto de vista
particular, transitorio, meramente material y tal vez egoísta? ¿Atesorando
estas riquezas tengo la impresión de cumplir la voluntad de Dios, le agrado
así? Preguntas de este estilo debía haberse formulado el protagonista de la
parábola, mientras se afanaba organizándose para el futuro al contemplar su
abundante cosecha. Pues no parece que el desacierto, la mala conducta que el
Señor critica, fuera cosa de los campos, que dieron
mucho fruto. La gran fortuna lograda, tal vez en cierta medida de
improviso y sin excesivo esfuerzo de su parte, era más bien, por el contrario,
una excepcional ocasión para atesorar ante Dios: practicando la caridad, que
es, como sabemos, el primer mandamiento de la ley; que nos asemeja a nuestro
mismo Creador, de quien hemos recibido todo gratuitamente.
En
efecto: nos puede suceder que, por el egoísmo de pensar primero en nuestro
propio provecho, no acertemos a descubrir el sentido y auténtico destino de
nuestros talentos o fortunas, sean o no de tipo material. Una inteligencia
brillante, una posición preeminente en la sociedad, unos medios económicos de
sobra holgados, pueden tenerse o desearse para el propio provecho. Pero también
como medios con los que servir de modo más eficaz. No
he venido a ser servido sino a servir, advirtió Jesús a sus discípulos,
y si queremos seguir su ejemplo –la única actitud razonable en quien quiera ser
su discípulo– querremos servir en todo momento. Tal será, por tanto, en
nuestros días, la actitud de fondo de los cristianos comprometidos en la
evangelización de nuestro mundo. Utilizando para ello los mejores instrumentos
que se puedan conseguir honradamente. Sin reparar en gastos, si es para
trabajar con mayor eficacia. Primero irá, claro está, la oración y el
sacrificio ofrecido: sin Mí no podéis hacer nada;
después todo el esfuerzo personal, con los mejores medios si es posible, pero
sin abandonar la plegaria, que garantiza que es por Dios todo empeño humano,
pequeño o grande.
A la
Reina de los Apóstoles nos encomendamos, para que conduzca de modo prudente el
paso de todo lo quehacer de sus hijos, en la tarea de evangelización del mundo
de hoy.
(oeldomingo)
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