Oración para comenzar
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc
coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y
de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de
paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero
cuando quieras.
Consideración para este día
El Espíritu Santo está en medio de nosotros
Los
cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha
confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del
Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y
nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas
ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar
mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a
pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me
pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo eso
es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera
humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de
determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse
en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos
los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente
entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos
con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos
llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar
personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un
acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y
dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su
predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer
plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo. Antes de que Cristo
fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna
reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu
Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo
ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron:
¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando
ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos.
¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré
que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…
Si no
existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede
invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3).
Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar,
en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no
existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos
eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).
Oración para finalizar
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
(primeroscristianos)