quarta-feira, 28 de dezembro de 2011

Fiesta: Los Santos Inocentes, mártires






Evangelio
Evangelio: Mt 2, 13-18 
Cuando se marcharon, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:
—Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.
Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
De Egipto llamé a mi hijo.
Entonces, Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó mucho y mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos. Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías: Una voz se oyó en Ramá,
llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen.  

Amor a los enemigos

De diversos modos explicaba Jesús a sus discípulos y a la gente que sus fieles –los hijos de Dios– vivimos en un mundo hostil. Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Nos previene, así, el Señor sobre la realidad de nuestra existencia cotidiana. No para que asiente en nosotros la desconfianza por sistema, sino para que seamos prudentes y organicemos nuestra actividad, sobre todo apostólica, contando con el enemigo de nuestra santificación. El pecado, y su inductor, el diablo, están presentes en la vida de los hombres y temerario sería ignorarlo.
En muchos momentos de su vida pública habla Jesucristo a esta realidad, animando a los hombres a una lucha esforzada, para no sucumbir ante los enemigos de su santificación. Así, por ejemplo, asegura: desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan. Se refiere Nuestro Señor a un verdadero esfuerzo, auténtica violencia propia de quien pretende una conquista, que es imprescindible, pues sin ella no es posible alcanzar el Reino de los Cielos.
Hoy nos presenta la Iglesia, en la fiesta de los santos Inocentes, un acontecimiento histórico, manifestación evidente del pecado y de Satanás. En efecto, el rey Herodes no tiene inconveniente en hacer morir a todos los niños de la comarca de Belén, prentendiendo suprimir de este modo a Jesús, a quien consideraba rival de su trono humano, a partir de su interpretación errónea de las Escrituras. El egoísmo personal y el despreció a Dios y a los hombres, que se manifiestan de modo tan evidente en el pecado de Herodes, de algún modo, están asimismo presentes en todo pecado.
El recuerdo de estos Santos mártires nos hace pensar en tantas otras situaciones de injusticia. También en nuestros días –como en épocas pasadas de la historia humana– hay inocentes que padecen por la arbitrariedad egoísta de algunos poderosos. En ocasiones sufren de modo desproporcionado los que quieren vivir su fe en Jesucristo hasta sus últimas consecuencias. También ahora son condenados a muerte en diversos lugares; en otros padecen prisión; o son privados de sus derechos cívicos; o deben ocultar toda manifestación de fe católica porque, en cuanto Iglesia, son oficialmente perseguidos.
Pocas veces es posible acudir a la legalidad en situaciones de opresión a causa de la fe: son las leyes del lugar las que consienten en la injusticia. Únicamente sería posible, en algún caso, apelar a la justicia y a la fuerza internacional: proceso tremendamente complicado y, casi siempre, fuera del alcance de los injustamente tratados. En todo caso, habrá que agotar todos los medios humanos lícitos, para vivir con libertad como hijos de nuestro Padre del Cielo, aunque finalmente no se pueda lograr. Con mayor motivo hay que poner todos los medios, si cabe, si se trata más bien de una presión negativa tan sólo psicológica, como la aversión a la Iglesia Católica en determinado ambiente profesional, cultural o incluso familiar, pero sin otras consecuencias materiales o sociales importantes. Son situaciones en las que es preciso recordar lo que nos decía el Señor: A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos.
En todo caso, los malos, enemigos de Dios, nuestros enemigos, existen. Precisamente por ellos –por cada uno de nosotros, que también somos malos– el Hijo de Dios tomó nuestra carne y padecido por nuestra salvación. Su mandamiento es la Caridad: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?
¡Que toda injusticia padecida sea, ante todo, ocasión de oración! En efecto, al cristiano debe moverlo la compasión, la misericordia, el perdón, el deseo ardiente de conversión para los que le tratan mal. De modo particular si se manifiesta en ese mal trato oposición a la Iglesia de Dios, como es el caso de tantas situaciones actuales de persecución y discriminación social por causa de la fe. En todo caso, bueno es afianzar la costumbre que suplicar su primero el perdón de Dios, el arrepentimiento y una mejora de vida para aquellos que nos ofenden, en lugar de esa inmediata crítica, tal vez con rencor, que podría ir por delante e imponerse a cualquier otro sentimiento hacia nuestros enemigos.
Madre de misericordia , cantamos a Santa María. Y con su bondad incondicionada nos hace también misericordiosos si se lo pedimos.

(El Domingo)



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