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Comentario: Ev
Jo 3,14-21
¡Qué
bien ponen de manifiesto estas palabras del Señor lo que sucede, por
desgracia, tantas veces entre nosotros! Con frecuencia nos cuesta
demasiado reconocer nuestros errores y pecados. En el fondo nos
sabemos egoístas, cómodos, orgullosos…, pero no estamos
dispuestos a admitirlo. Evitamos que los demás noten nuestra maldad,
y nos cuesta, asimismo, sentirnos pecadores ante nuestra conciencia.
Es la soberbia, ese querer sentirnos a toda costa perfectos –aun a
costa de la verdad–, lo que nos induce al engaño. Tenemos tanto
apego a nosotros mismos, a vernos en la plenitud de las virtudes, a
sentirnos perfectos, que consentimos en juzgarnos injustamente, sin
la veracidad que reclama toda justicia. Entornamos –y a veces casi
cerramos– los ojos de nuestra razón para no contemplar nuestra
cruda y desagradable verdad.
Nuestra
conducta ordinariamente es manifiesta para muchos. Somos espectáculo
del mundo y no sólo de nosotros mismos, de nuestra conciencia. Es
continua la tentación de buscar el aplauso ajeno y podría hacerse
habitual caer en ella aun a costa de disimular, también
habitualmente, nuestra realidad. Este engaño llegaría a ser
entonces una norma de conducta. Lo es, de hecho, en esas personas que
no saben sufrir una humillación; que, en el fondo, son esclavas de
un pretendido prestigio que consideren imprescindible. Sin paz, por
la permanente tensión al aparentar, se agotan por quedar bien.
Jesucristo
retrata a la perfección esa actitud tan humana, tan tristemente
humana: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus
obras eran malas. Muchas
veces eludimos ser claros: no estamos dispuestos a vernos imperfectos
y menos aún querremos que nos contemplen así, que sepan que
pudiendo hacer el bien no quisimos, que fuimos culpables, que no
tenemos derecho alguno a ser admirados, antes al contrario, que
merecemos un justo castigo.
El
verdadero problema, derivado de la inclinación al mal –consecuencia
del pecado original–, es ese simultáneo apego que tan bien
manifestaba san Pablo: no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza,
sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el
bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco
en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis
miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo
la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro... Es admirable la humildad y franqueza del Apóstol: con sencillez, reconoce el conflicto que nota en su interior entre el bien y el mal. Solo, se siente incapaz de superarlo y se acoge a la misericordia de Dios.
¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro... Es admirable la humildad y franqueza del Apóstol: con sencillez, reconoce el conflicto que nota en su interior entre el bien y el mal. Solo, se siente incapaz de superarlo y se acoge a la misericordia de Dios.
Por
una parte, en efecto, queremos apasionadamente vernos pletóricos de
perfección; simultáneamente, por otra, con frecuencia nos dejamos
arrastrar voluntariamente por el mal. Y el único modo de salvar, sin
Dios, la evidente contradicción es tan injusto como aparente: cegar
la propia inteligencia, pues todo el que obra mal odia la luz y no
viene a la luz, para que sus obras no le acusen, como había
advertido el propio Jesús.
Jesucristo
vino al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que
tenga vida eterna…, para que el mundo se salve por Él. Así nos
manifestó Dios su amor. Es Dios mismo que se entrega por nosotros,
que se nos entrega para que podamos compartir con Él su vida. Nos
enseña así a amar, no buscando ante todo la propia plenitud sino,
por el contrario, el bien pleno del amado: muchas veces el bien de
los demás y, siempre, el amor a Dios.
A
diario y de continuo tenemos ocasiones de procurar lo mejor para
otros. Sólo así podremos decir de verdad que los queremos. Pero ese
amor, únicamente será una realidad, si de hecho ponemos lo mejor de
nosotros –la inteligencia, el corazón, todo nuestro empeño y
nuestra libertad– a su favor; si también podemos decir, con
verdad, que, como Jesús, nos entregamos amando, si estamos
dispuestos a todo al amar. ...
Desde
Nazaret al Calvario, pasando por Belén y por cada instante de su
vida –toda ella de amorosa esclava del Señor–, María puso de su
parte cuanto pudo por servir. No nos imaginamos a la Madre de Dios un
poco menos entregada o menos heróica de lo conveniente, porque el
suyo era un amor de verdad.
(eldomingo)
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