Contemplamos hoy la escena que viene justo a
continuación del pasaje de los discípulos de Emaús, donde Jesús se vuelve a
aparecer a sus discípulos.
Es una escena curiosa, donde entran en diálogo las
reacciones de los discípulos y el deseo de Jesús de ser reconocido.
Por un lado, tenemos los discípulos: “Llenos de miedo
por la sorpresa, creían ver un fantasma”. Se alarman. Dudan. Se sorprenden. “Y
como no acababan de creer por la alegría”.
Por otro lado, Jesús que desea ser reconocido: “Mirad
mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un
fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les
mostró las manos y los pies”. Y acabará comiéndose un pez asado.
Contemplamos un diálogo entre las reacciones de los
discípulos y las palabras y gestos de Jesús. Un diálogo que a nosotros nos
permite descartar tres hipótesis que a lo largo de la historia se han
dicho: vieron un fantasma, fue una experiencia de autosugestión, fue una experiencia
espiritual.
. “Vieron un fantasma, un espíritu”.
¡No! Por el texto queda claro que no. Vieron a Jesús con un cuerpo
espiritualizado (sôma pneumatikón, sôma = cuerpo, pneuma = espíritu). ¡Les
muestra las llagas! ¡Es Él! ¡Come!
. Fue una experiencia de
autosugestión. Dicen... “es que los discípulos deseaban tanto que resucitase
que se autoconvencieron entre ellos”. Una constante en todas las
apariciones, también en ésta, es que los discípulos no se lo esperaban, hasta
les cuesta creer que ha resucitado. Nada de autosugestión.
. Fue una experiencia espiritual,
interior. La escena, precisamente, quiere refutar esta idea. Lo vieron,
lo tocaron, lo escucharon, era Él, y hasta comió en su presencia.
Este convencimiento tan fuerte que tuvieron los
discípulos, ha de ser también nuestro convencimiento. Su experiencia de Jesús
resucitado ha de ser nuestra experiencia de Jesús resucitado. Hemos de
hacer nuestra su sorpresa, su espanto, sus dudas, y, finalmente, hemos de hacer
nuestra su alegría y su convencimiento. Rezar con los textos de las apariciones
nos lleva por este camino.
No se trata de saber que Jesús ha resucitado, se trata
de experimentar el poder de la resurrección (Filipenses 3,10). No se trata de
una cosa conceptual, intelectual, nocional, sino experiencial.
En el tiempo de Pascua tenemos este peligro; saber que
Jesús ha resucitado, pero no vivirlo, no experimentarlo. El cristianismo se
vive en el corazón y con el corazón, o no se vive.
¿Cuándo estamos experimentando el poder de la
resurrección?
Experimentamos el poder de la resurrección, cuando
ante los compañeros de trabajo, nos encomendamos al Señor y decimos lo que
hemos de decir.
Experimentamos que Jesús ha vencido el mal, cuando le
imploramos que nos dé fuerzas para perdonar, aquel a quien aún no hemos
perdonado.
Experimentamos el poder de la resurrección, cuando
queremos ser expertos en amor y no en criticar. La crítica y la murmuración,
añaden más daño al mundo.
Experimentamos el poder de Jesús resucitado, cuando ya
no podemos callarnos y explotamos, educadamente, a proclamar a Cristo como
nuestra mejor luz. A proclamarlo como aquel que nos lo está dando todo.
Experimentamos el poder de Jesús resucitado, cuando
deseamos acabar con el pecado en nosotros, y nos abrimos a Jesús para que pase
por nuestras vidas y las resucite.
En la primera lectura se nos ha dicho: “Por tanto,
arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”. En la segunda
lectura, se nos decía que Jesús es la “víctima de propiciación por nuestros
pecados”. Y en el Evangelio, Jesús mismo, nos ha dicho: “y en su nombre (el
Mesías) se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos”.
Es el gran signo de que la resurrección nos ha tocado;
en nosotros hay más aversión al pecado, más deseo de que no vuelva a pasar, más
hambre de “guardar su palabra” (segunda lectura), más confianza de que con Él
podremos, podremos amar más y en todo momento. Porque la Pascua nos dice lo que
dice hoy Pedro al pueblo: “él es el que nos abre el camino de la vida”. Amén. (LUCAS 23, 35-48)
camineo.info)
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