Partilha
" Comenzamos
nuestra reflexión meditada –nuestra oración– tomando pie de
estas palabras que nos transmite san Juan – 10,11-18 - , y damos
gracias a Dios porque nos ha querido tanto, porque nos trata con todo
primor para nuestro bien. Jesucristo se compara a un buen Pastor y
nosotros seríamos las ovejas de su rebaño. No pensemos, sin
embargo, en cualquier tipo de pastor, sino en el pastor que nos
describe Jesús: en el buen pastor que da la vida por sus ovejas. Así
es el Señor: como un pastor bueno, dando su propia vida –del todo–
por cada uno de nosotros. ¿Y, por qué da su vida por los hombres?:
porque somos suyos, porque nos ama, porque le pertenecemos. El es
nuestro dueño. Por fuerte y excesiva que a alguno pueda parecerle la
expresión, así es; y es, además, la razón de su interés por
nosotros:. Sino fuéramos suyos, no tendría por qué dar su vida.
Pero Nuestro Señor no se interesa por los hombres por encargo, como
quien se dedica a algo determinado, pero podría ocuparse igualmente
a otra actividad, quizá también satisfactoria.
Nos
conviene meditar en lo que es la razón del interés de Dios por cada
uno. Que somos suyos: cosa de Dios. No como las cosas nuestras, que
muchas veces tratamos con descuido y hasta con desprecio, que son
puros instrumentos que utilizamos, a los que damos poco valor por sí
mismos y, más bien, los tenemos en cuenta por el servicio que nos
hacen. No, que nadie da su vida por algo así.
El
que simplemente se ocupa de alguien, por alguna razón, pero sin
interés por la persona, sentirá no pocas veces la tentación de
despreocuparse. En cambio, ni la incomodidad, ni el cansancio, ni la
falta de correspondencia o de resultados, son motivo de desánimo
para quien siente como algo suyo, muy suyo, al que debe mejorar. El
buen Pastor es así: se demuestra pastor bueno ante las rebeldes, las
perdidas o enfermas, ante las flacas, ante las poco valoradas, ante
las más necesitadas. Y no se echa atrás porque la entrega y el
sacrificio que su trabajo supone se le haga más difícil. Ante todo
tiene presente –es lo que le mueve– el bien de aquellos a quienes
puede ayudar.
Resulta
ciertamente atractiva la figura evangélica del buen Pastor. Podemos
y debemos alimentar nuestra oración meditando repetidamente estas
palabras de Jesús. Por una parte, y en primer lugar, podemos
fijarnos en que, como cristianos, hijos de Dios, somos cada uno de
esas ovejas del Señor, por las que da su vida. ¡Qué honor,
imposible de valorar, ser, sin mérito alguno por nuestra parte, de
esas ovejas! Aunque de vez en cuando nos rebelemos. De otra parte, el
Señor nos da ejemplo, y debemos preguntarnos si sentimos una
responsabilidad como la suya, por muchos que están alrededor
nuestro. Por la gracia de Dios, tenemos más visión sobrenatural,
tal vez; somos más fuertes que otros para vivir una vida cristiana,
también por la gracia de Dios; y esto nos compromete con Dios,
Nuestro Padre, autor de la gracia.
¿Cómo
somos tú y yo buenos pastores? ¿A cuántos procuro conducir
suavemente por caminos de fe, intentando que valoren su vida
contemplándola de tejas arriba: como Dios la contempla? ¿A cuántos
llevo por caminos de esperanza, intentando que se alegren porque les
ayudo a ver a Dios y su eternidad, como la felicidad inmensa que les
aguarda? ¿A cuántos por caminos de Amor, con mayúsculas,
enseñándoles a responder con el quehacer cotidiano a la voluntad de
Dios, porque “obras son amores”?
Tal
vez comprendemos que cada uno debemos ser la primera oveja de ese
rebaño nuestro, si queremos que con el tiempo vaya siendo más
numeroso. Comencemos fomentando los actos de fe durante nuestra
jornada: unas palabras de cariño a nuestra Madre del Cielo cuando
contemplamos su imagen; una visita –basta un instante–, aunque
sólo sea una genuflexión, ante el sagrario que nos pilla de paso;
un saludo, también al angel de la guarda, cuando nos cruzamos con un
conocido, quizá más especialmente en casa, con los nuestros... Del
mismo modo, sentiremos como una obligación –dichosa obligación–
tener siempre y transmitir suna alegría contagiosa, que puede
extrañar a los que nos traten y que no nos importará reconocer, que
es la alegría de sentirse hijos de Dios: raíz y fundamento de la
virtud teologal de la esperanza. La caridad teologal debe ser la cima
de la mujer y del hombre cristianos. Confiando en Dios y con la
esperanza de poseerle, la vida va concretándose en instantes de
amor. Se trata habitualmente de cosas pequeñas que parecen
intrascendentes, por lo ordinarias y corrientes que son, pero que
están cargadas de toda la trascendencia y la grandeza de Dios: Él
las espera, como espera el buen padre un beso de su hijo o que cumpla
su pequeño encargo.
En
el redil de los hijos de Dios está también Santa María. Su sola
presencia anima, comforta, alegra y colma de celo apostólico el
corazón. Y entonces nos sentimos con santa inquietud, pensando en
esos otros que aún no quieren que Cristo los conduzca."
(eldomingo)
Sem comentários:
Enviar um comentário