La Iglesia Católica, que quiere ser Madre de
todos los hombres, anima en este día a sus hijos a rezar por los difuntos. Los
fieles difuntos son asimismo miembros del Cuerpo Místico de Cristo y forman
parte de la Iglesia. Constituyen la Iglesia Purgante y viven en solidaridad con
los demás miembros –los de la Iglesia Militante en la tierra y los de la
Iglesia Triunfante en el Paraíso– y en comunión con Dios, aunque de diverso
modo. Así como las almas de los fieles que alcanzaron ya su meta definitiva en
el Cielo, viven en una perfecta intimidad con la Trinidad Beatísima, y los que
aún vivimos en el mundo nos sentimos y somos hijos de Dios y batallamos contra
nuestras pasiones por ser fieles al Creador mientras nos dura el tiempo de
merecer, las almas de los fieles difuntos en el Purgatorio, pasaron ya por el
mundo, pero todavía no gozan de Dios.
Nos
enseña la Iglesia, por el Catecismo de la Iglesia Católica, que los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero
imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación,
sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad
necesaria para entrar en la alegría del cielo. Estos son los fieles
difuntos y forman parte de la misma Iglesia de Jesucristo, como los santos del
cielo y como los hijos de Dios todavía en la tierra, que anhelamos la misma
salvación que los santos ya tienen garantizada. La
Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es
completamente distinta del castigo de los condenados, continúa el
Catecismo.
Afirmó
Jesús, según recoge san Mateo en su Evangelio, que a quien comete cierto tipo
pecados –el rechazo expreso del perdón o pecado contra el Espíritu Santo– no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero.
Algunos Padres de la Iglesia, como san Gregorio, han entendido, a partir de esa
frase del Señor, que otros pecados pueden ser personados mientras vivimos en la
tierra, o bien después, en un momento posterior. Con razón aparece, ya en el
Antiguo Testamento, la práctica de ofrecer oraciones y sacrificios en expiación
por los pecados de los muertos. En el segundo libro de los Macabeos se recuerda
la colecta recaudada entre los fieles para ofrecer
un sacrificio expiatorio en favor de los muertos para que quedaran liberados
del pecado.
En el
día de hoy se nos recuerda la práctica multisecular de los sufragios. Ese modo
de vivir la caridad con los que nos han precedido en el camino hacia la
santidad, tal vez sea una de las manifestaciones más delicadas de amor entre
nosotros. En efecto, quienes ofrecen esos sufragios –oraciones y sacrificios
por los difuntos– ejercitan de modo admirable, no solamente la fe en la
eficacia de la oración, sino que hacen asimismo actos espléndidos de amor
generoso y desprendido, para ayudar a quienes sufren viéndose aún detenidos en
su tránsito a la Bienaventuranza Eterna de intimidad con Dios. También son los
sufragios actos de esperanza, pues conocemos que nada de esa plegaria se
pierde, que redunda en eternidad gozosa para los que han muerto encaminados
hacia Dios. Y ¿acaso podrán olvidarnos, estando tan cerca de Dios y con tanta
fuerza intercesora, a quienes desde aquí les impulsamos al Cielo? ¿Acaso no
serán nuestros entusiastas valedores cuando finalmente alcancen la morada
celestial?
Es
admirable con cuánta vehemencia hablaba san Juan Crisóstomo a sus fieles, de
los que murieron leales a Jesucristo, pero necesitados todavía de alguna
purificación: llevémosles socorros y hagamos su
conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre,
¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven
un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en
ofrecer nuestras plegarias por ellos. La Santa Misa, sacrificio de
Jesucristo en el Calvario, el sacrificio por antonomasia, es sin duda el mejor
de los sufragios ofrecido por los fieles difuntos. Desde
los primeros tiempos, nos recuerda en Catecismo de la Iglesia Católica, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha
ofrecido sufragios en su favor, en particular el sufragio eucarístico, para
que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios.
Tendríamos
que incorporar a nuestra piedad habitual la oración por los fieles del
Purgatorio. Así lo recomienda san Josemaría: Las
ánimas benditas del purgatorio. —Por caridad, por justicia, y por un egoísmo
disculpable —¡pueden tanto delante de Dios!— tenlas muy en cuenta en tus
sacrificios y en tu oración.
Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas
amigas las almas del purgatorio..."
Por lo
demás, como venimos diciendo, el Purgatorio es lugar de padecimiento tras esta
vida, si quedan en nuestra alma impurezas del pecado que todavía desdicen de la
limpieza absoluta del Paraíso. Por eso, ante el dolor
y la persecución, decía un alma con sentido sobrenatural: "¡prefiero que
me peguen aquí, a que me peguen en el purgatorio!" Esta
consideración, también del Fundador del Opus Dei, puede servirnos para soportar
de buena gana algunos momentos –inevitables muchas veces– de cansancio, de
dolor, de injusticia, de adversidad en general, con el íntimo pensamiento de
que merecemos limpiarnos más profundamente de nuestras faltas y pecados.
Nuestra
Madre del Cielo, que no conoció pecado, nos puede aficionar a esa limpieza
completa del alma, que podemos conseguir también, con oración y sacrificios,
para las almas del Purgatorio.
(Eldomingo)
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