III: La mal llamada intercesión
Jairo del Agua
CAMINEO.INFO.- Tengo que confesar que, cuando oigo hablar de intercesión, me chirrían todos los goznes. Interceder, en nuestra preciosa lengua española, significa "hablar en favor de otro para conseguirle un bien o librarlo de un mal".
Cuando intercedemos por otro nos comportamos como si Dios fuese un potentado, que no conoce a nuestro colega, y "se lo recomendamos" para que le haga algún favor. Estamos rebajando a Dios a la estatura de un “poderoso hombrecillo” y a nuestro amigo a la condición de “desconocido” en vez de “hijo”. ¡Qué dos errores tan enormes! Si estuviéramos seguros de que Dios es Padre, que nos conoce y cuida uno a uno (“hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” – Lc 12,7), que se vuelca permanentemente por mí y por el otro, nos daría vergüenza recomendar a alguien a su propio Padre.
Por eso no creo en la oración de intercesión. A lo más que llego es a musitar con rubor: “Señor que aprenda a acogerle, amarle y apoyarle como Tú lo haces”. Tampoco creo en la intercesión de los santos o de la santa Madre. No necesitamos intermediarios, recomendaciones, ni enchufes. (Aquí algunos me mandarán a hacer puñetas, pero les animo a seguir leyendo).
Dios nos quiere más que todos ellos juntos porque su amor es infinito y el de ellos finito. No necesita que nadie se lo recuerde tirándole de la manga. La gran ayuda de los santos y de la Madre es su ejemplo. Son las montañas del horizonte que nos ayudan a orientarnos, los indicadores que jalonan y animan nuestro camino. A veces necesitamos besar el indicador agradecidos, incluso descansar a su sombra, pero es de necios agarrarse al indicador y dejar de caminar. Tan necio como intentar beber del cartel que te señala la Fuente. Tan necio como confundir al lazarillo con la Luz.
El origen de la intercesión me parece verlo -un caso más- en las adherencias judías del cristianismo y especialmente en el principio de expiación: “la Justicia siempre exige reparación”. O expías tú o expía otro por ti. O ruegas tú o ruega otro por ti. Hay que saturar al Poderoso con méritos, reparaciones y súplicas para conseguir borrar su enfado y que nos sea propicio. No hemos asimilado el rostro del Padre revelado por Cristo. No le hemos hecho caso: “a vino nuevo, odres nuevos” (Mt 9,17), por eso hay tanto Evangelio vertido por el suelo. Nos mantenemos atados al temor, a la medida, al "diente por diente". No nos hemos abierto al Dios Amor, al Dios Padre y Madre que nos busca insistentemente.
(continua)
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