terça-feira, 1 de dezembro de 2009

NOVENA A LA INMACULADA día primero


BENDITA ÉS TU, MARIA!





Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesus.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


Inmensamente ricos por María

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Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios. Así se expresa san Pablo en su carta a una comunidad de cristianos, haciéndoles ver la grandeza de su condición por haber acogido el Evangelio. Aquellos primeros fieles eran, como nosotros, por Jesucristo hijos de Dios. Con los derechos, por tanto, de los hijos sobre los bienes de su Padre.

Al comienzo de estos días de preparación a la gran solemnidad de la Inmaculada Madre de Dios, contemplamos el inefable prodigio que obró Nuestro Señor para toda la humanidad por Ella. Santa María fue el instrumento que nos trajo el mayor bien de Dios. Tomando cuerpo de hombre y naciendo de Ella, Dios se entrega a los hombres para que, enriquecidos con el don de Sí mismo, los hombres sean como Dios.

La Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo es, en este sentido, la puerta del mundo humano para Dios. A través de María Dios quiso compartir nuestra humanidad. Ella es una mujer normal; y, llena de Gracia, coopera libremente para que pudiéramos recibir todo el amor paternal que el Creador, en su arcano designio, tenía reservado para cada hombre. Con su disposición de acoger en sí el proyecto de Dios, los hombres puedan acceder a la misma intimidad divina. Con toda razón, por esto, la llama la Iglesia, Puerta del Cielo.

La elevación de María para que pudiera ser la Madre del Verbo es obra del mismo Dios. Es llena de Gracia desde su primer instante y por ello concebida sin pecado original: Inmaculada. Así la celebramos en esta novena que hoy comienza, reconociendo el prodigio divino de haber colmado de todo bien a la que sería su Version:1.0 StartHTML:0000000167 EndHTML:0000006123 StartFragment:0000000454 EndFragment:0000006107

Madre. Nuestro agradeciminto a Dios es aún mayor porque quiso que la misma que es su Madre sea también Madre de los hombres.

Estas consideraciones tan básicas de nuestra fe no debemos tenerlas por "sabidas". No deben ser algo que aprendimos y aceptamos un día, quizá ya lejano, pero que ya consideramos poco y apenas notamos que afecte a nuestra vida. Es necesario, por así decir, vivir de estos convencimientos. No debe ser la realidad que estamos considerando –no queremos que sea– algo sin repercusión en los afanes cotidianos; pues el Hijo de Dios nació para nosotros, para que pudiéramos los hombres ser hijos adoptivos de Dios.

¿Cómo agradezco al Señor que me haya hecho su hijo? ¿Tengo presente, mientras voy de aquí para allá, que soy un hijo de Dios? Porque debe ser tan clara en mí esta esta vivencia, al menos como la que siento de mi profesión, de mis relaciones familiares, de mi forma de ser. El ajetreo del mundo y tantas ocupaciones apremiantes nos llevan a olvidarnos de lo que no se ve, de lo que no se siente...; y es necesario imponerse a este olvido, rememorando de intento el origen de la dignidad querida por Dios para el hombre. Fue a partir de María: con su cooperación libre al plan de salvación, hizo posible el acceso del Espíritu Santo a nuestros corazones para que pudiéramos llamar de verdad Padre a nuestro Dios.

Los que recibimos el Bautismo al poco de nacer y, por gracia de Dios, hemos crecido en una familia cristiana, no tenemos la experiencia de ser siervos, como dice san Pablo. Pero vale la pena que pensemos admirados, que nos sorprendamos como el Apóstol –ya no eres siervo, sino hijo...–, exclama. No queramos acostumbrarnos a nuestra actual condición, sino tengamos el deseo de saborear agradecidos el más grande de nuestros títulos: "hijo de Dios". Jesús insiste a los Apóstoles y quizá nosotros también necesitamos que nos lo repitan: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.

Agradezcamos una y otra vez a María su docildad a Dios que nos ha traído un don tan grande. Haciéndolo nos saldrá más fácil contemplarnos como sugiere en Camino san Josemaría: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
 Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
 ¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.

Pueden, ciertamente, extrañar la alegría y la paz del hijo de Dios, mantenidas también en plena contrariedad, a veces tan perseverantes que hasta sorprenden incluso al que procura vivir como hijo de Dios. Pero recordemos que es un prodigio de la Gracia. Es el Espíritu Santo quien nos hace llamar entusiasmados Padre a Dios, y a María exultar de gozo porque Dios hizo en Ella cosas grandes.


0ELDOMINGO



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