segunda-feira, 7 de dezembro de 2009

NOVENA A LA INMACULADA




¡Oh, Señora mía! ¡oh, Madre mía! 
Yo me ofrezco enteramente a Vos; 
y en prueba de mi filial afecto 
os consagro en este día mis ojos, 
mis oídos, 
mi lengua, 
mi corazón; 
en una palabra, todo mi ser. 
Ya que soy todo vuestro, Madre de bondad, 
guardadme y defendedme 
como cosa y posesión vuestra.


......


María: olvido de sí en favor del mundo


Consideramos hoy un acontecimiento más de la vida de María; ordinario, para cualquiera que se desenvuelve entre la gente, aunque no sea de todos los días. Se trata de una boda en Caná, otro pueblo de Galilea. San Juan no menciona en su relato la presencia de José, por lo que pensamos que posiblemente ya habría muerto.

Al tercer día –narra el evangelista– se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltase el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le respondió: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora. Dijo su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga.
 Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de dos o tres metretas. Jesús les dijo: Llenad de agua las tinajas. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: Sacad ahora y llevad al maestresala. Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía, aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían, llamó al esposo y le dijo: Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

Vemos a María, a Jesús y a sus discípulos en medio del mundo, participando en un acontecimiento familiar y social festivo: se alegran los novios, se alegran las familias y hacen disfrutar de su alegría a amigos y conocidos; entre ellos, la familia de Jesús. Nos resulta de lo más lógico que la vida con el Señor sea alegre. La posesión del bien no produce tristeza sino alegría, y Jesús es el mismo Bien. De ahí que una vida con Dios, por corriente que sea, incluso con insatisfacciones, es una vida feliz; debe serlo si verdaderamente es una vida con Dios.

Contemplando la escena de Caná que relata san Juan, observamos a la Virgen que ha descubierto que faltará el vino. Lo notaría sin querer por alguna circunstancia que no conocemos, pero sabiéndolo y haciéndose cargo del trastorno que supondría para los novios, no permanece indiferente. Así lo narra san Josemaría: Entre tantos invitados de una de esas ruidosas bodas campesinas, a las que acuden personas de varios poblados, María advierte que falta el vino. Se da cuenta Ella sola, y en seguida. ¡Qué familiares nos resultan las escenas de la vida de Cristo! Porque la grandeza de Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María.

No son obstáculo ni el ruido, ni la fiesta, ni la mucha gente reunida, para pensar en los demás y agradar a Dios, para desear prestar un servicio. Es necesario, eso sí, estar dispuesto a olvidarse de uno mismo y desear de verdad que los otros sean felices. Todo es tener a Dios en el alma y fomentar un coloquio, quizá sin palabras, con El, que lleve a amarle con obras en los demás. Se necesita olvido de sí; que, más que por un propósito expreso de no pensar en uno mismo, se logra con el intento renovado de fijarse por Dios en los que nos rodean, para captar sus necesidades, y en el bien de todas las almas.

La actitud de Santa María fue la que veremos en Jesús durante los años de su vida pública. En ningún momento decide algo el Señor porque le interese para sí. Nunca es su gusto el motor de sus decisiones. Son las gentes que le piden o que sin pedirle están necesitadas, como cuando le siguen durante días y no tienen alimento; o cuando se pone a enseñarles porque las ve maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Así actuó también María y cada uno queremos imitar su solicitud por el prójimo; viendo, como Ella, en cada oportunidad de ayudar a otro una ocasión para amar a Dios.

En la vida de todos los días, de permanente relación con otros hombres, semejantes a nosotros y, por tanto, con buenas cualidades pero también con algunos defectos, encontramos casi siempre, junto a momentos gratos otros que nos resultan molestos o más trabajosos por los errores y defectos de los demás. ¡Que no sean nunca algo sólo negativo! Pueden de hecho convertirse en espléndidas ocasiones de superación personal con las que además procuramos ayudar a otros: esto no es un problema, me decía un amigo, es un reto. También humanamente es más admirable resolver dificultades con la energía y el tesón precisos en cada caso que acogotarse por lo que cuesta o ante los defectos de los demás.

La vida del Señor y la de su Madre fueron, por así decir, un permanente reto ante la miseria humana y el pecado. La maldad de los hombres es como un estímulo del amor de Jesucristo y de la Santísima Virgen, Madre nuestra, que les lleva a entregarse por la humanidad para sacarnos de la triste suerte a que nos llevan nuestros pecados. Enfrentarse con el mal, con lo que es defectuoso, como procurar remediar la ausencia de algo necesario: el vino que faltó en aquella boda, por ejemplo, puede parecer empresa ardua considerando que muchas veces además, lo que hay que mejorar depende de la libre voluntad e iniciativa humanas.

No tienen vino..., y luego: Haced lo que El os diga. He aquí la oración y el fundamento de su eficacia: confianza en el Señor, para manifestarle sencillamente cómo están las cosas; y más confianza, para llevar a cabo lo que concretamente sabemos que es su voluntad. Es la Madre de Dios quien nos lo enseña, y los sirvientes nos demuestran, siendo dóciles, que el poder de Dios actúa por manos humanas. Aprendamos lo uno y lo otro.

Apoyándonos en el amor de nuestra Madre del Cielo presentaremos ante Ella confiados nuestras súplicas. Es nuestra Madre y Madre de Dios. Y es verdadera Madre. Que necesariamente se desvive por sus hijos pequeños con toda su fuerza: la que recibe sin cesar de su Hijo Jesucristo.


(Eldomingo)





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